miércoles, 12 de diciembre de 2012

Retrato de Navidad




Imagen -  (Mariaje López)


Me llaman Mikele.

Estoy aquí, en la oscuridad de este viejo armario de ropa, sin mover ni un músculo. Si no hago ruido, es posible que pueda escapar del castigo.

He logrado despistar a la giganta, que rastrea los pasillos y husmea cada rincón en mi busca. Yo la había seguido con cautela, y en un descuido, mientras buscaba algo en el almacén, me colé aquí a sus espaldas. Es una suerte que casi nunca cierre con llave, y la puerta ceda con un leve empujón. Desde mi escondite puedo escucharla arrastrar unos pies cada vez más impacientes.

“¿Dónde te has metido, eh, Mikele?”

Prefiero pasar hambre y sed, si no hay más remedio. Cualquier cosa antes que enfrentarme al suplicio que me tiene reservado. Una vez conseguí que ella se olvidara del asunto, aburrida ya de la infructuosa búsqueda. “Ya saldrás” dijo, pero no lo hice. Estuve dos días escondido en el sótano, y me alimenté de insectos todo ese tiempo. Ya encontraré algún recoveco para evacuar. No me gusta hacerlo en cualquier parte, pero ella se lo ha buscado.

Por lo demás, el sitio es relativamente confortable. Mis ojos están acostumbrados a la oscuridad, y además puedo descansar camuflado entre los montones de ropa. A la giganta le gustan esos trapos. Hace bien en cubrir su cuerpo desgarbado, tan blancuzco y lampiño que da grima verlo. Y conste que no es tan mala, después de todo, pero está completamente loca, la pobre. Lo desdichado del asunto es que yo soy la víctima de sus manías. La mayor parte del tiempo permanece tranquila, y hasta resulta agradable recostarse a su lado; pero hay días en que la toma conmigo, y me somete a vejaciones que supongo, la divierten. Por ejemplo, me obliga a tomar esas píldoras repugnantes que se me atascan en la garganta, dejándome un regusto amargo que detesto. Claro, que yo no se lo pongo fácil. Escupo la pastilla una y otra vez. Suele rodar una docena de veces antes de conseguir que me la trague.

En otras ocasiones me encierra en una jaula, la muy maldita, y de este modo me lleva a visitar a otros gigantes vestidos de verde, que también me torturan con objetos metálicos. Les debe seducir el juego. Esta rutina suele coincidir con días en los que ya me siento bastante mal de por sí. Es como si me castigara por enfermar. Luego de someterme a estos tocamientos vuelven a introducirme en la jaula para que la giganta me traiga de vuelta a casa.

Es curioso que, una vez aquí, de muestras de arrepentimiento. Trata de hacerse la simpática y todo eso, o compensarme con alguna golosina, que yo por supuesto rechazo, a no ser que sea en extremo tentadora.

Hoy tiene uno de esos temibles días. He visto como me miraba de soslayo mientras lo preparaba todo, y he temido lo peor. Me despertó esta mañana ese ruido infernal de la bañera llenándose. Si me dejo, en breve me cogerá en volandas a traición y me sumergirá en ese líquido escurridizo. Es malo abrir la boca, porque el jabón deja la lengua pastosa, y peor si entra en los ojos, ya que produce un escozor insoportable.

Escucho de nuevo sus pasos acercándose. No piensa rendirse. Me escondo lo mejor que puedo entre las pilas de ropa. La luz entra repentinamente en el armario. Aguanto la respiración. Parece que no me ha visto. Cierra la puerta murmurando obscenidades. Lleva un buen rato buscándome y su impaciencia crece por momentos. Me siento más seguro ahora que ya ha descartado este lugar.

¡Maldita sea, me equivocaba! La puerta vuelve a abrirse, y esta vez sus manazas rebuscan entre las prendas. Estoy perdido.

Me sujeta con fuerza y me levanta junto con el pijama que llevo enganchado en las garras. Gimo de desesperación mientras intento zafarme, retorciéndome y dando sacudidas, pero me tiene bien sujeto. Ha aprendido a hacerlo, aunque le cueste algún que otro arañazo.

“Vamos Mikele, no hagas un drama de esto, que no es para tanto” —dice con sorna—. “Un remojón de nada para que estés guapo”.

Ya estamos ante la piscina infame y mi corazón galopa desbocado. Miro hacia todas partes buscando un asidero, pero el líquido tibio me cubre medio cuerpo. La giganta me inmoviliza diestramente, y se divierte embadurnándome el cuerpo con ese ungüento diabólico.

Se ha salido con la suya. Y parece contenta, porque se ríe viéndome tiritar dentro de la toalla, sin dejar de restregarme contra ella como si yo fuera la lámpara de Aladino.

“¿Lo ves, Mikele? Ahora ya estás guapo para la foto”.

Me libera por fin, dejándome sobre la alfombra del salón. Ahora tendré que deslenguarme si he de quedar totalmente seco. Encima me recrimina que le haya dejado las camisetas del armario llenas de pelos. Envidia seguramente, porque cuando está de buenas no para de atusarme.

Mucha carantoña y mucho hablarme con dulzura, pero si cree que eso va a ablandarme, va lista. Decido ignorarla por completo, y es más, creo que tardaré días en volver a subirme a sus rodillas. Esta vez no me va a sobornar con mis bocados preferidos. No claudicaré ni ante el jamón de york. Uno tiene dignidad.

Pero qué... ¿qué es eso que trae en la mano, qué pretende ahora? ¿Por qué me tapa las orejas?, ¿y esa vestimenta? No, ni hablar. No pienso meter la pata por ahí.

Espera a que crezca un poco más, maldita giganta, y ya verás. Entonces no podrás obligarme a hacer cosas que no quiero. Te aprovechas de que no soy rencoroso, de que se me acaba pasando la rabieta. Pero esto no va a ser así siempre, ¡lo juro por mis bigotes!

“Venga Mikele... ahí quieto un momentito” —ruega como si nada—. “Esta Navidad la estrella de las felicitaciones vas a ser tú”.

Luego sonríe de oreja a oreja, me acerca la cara esa tan dura que tiene —insensata— y poniendo morritos de puchero me dice: “mi gatito guapo chiquitín”.

¡Lo que hay que aguantar!

Sin tiempo para coscarme de la situación, me lanza un fogonazo que me deja tonto. Menuda cara de flipe se me habrá quedado. Suerte que soy fotogénico.





Feliz Navidad.
Mariaje López.

















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