jueves, 26 de marzo de 2015

El interesante caso del ferrocarril que desapareció durante una hora.







El ferrocarril dejaba asomar apenas su esqueleto de costillas grises, oculto entre la nieve algodonosa que se fundía lentamente bajo un sol imbatible.

En la estación de Indolence se congregaba aquel día un nutrido grupo de excursionistas que pretendían pasar el día festivo en los museos y bares de Caoslan, la gran metrópolis, y los viajeros se aproximaban al borde del andén, tensando el cuello para escrutar la lejanía impoluta del inmenso valle, tras lo cual, se apartaban frotándose las manos al calor de su aliento. 

—Viene con retraso.

—Con semejante nevada, ¿a quién extraña? 

Una voz femenina anunció por megafonía que el tren con destino a Caoslan efectuaría su entrada en la estación en breves minutos. En los andenes se escucharon exclamaciones y palabras de alivio. Una joven mujer extrajo a su bebé del cochecito, en tanto que su acompañante, un tipo fornido de baja estatura, plegaba el vehículo. A su lado pasó un hombre de pelo rizado y barba gris, ataviado con un abrigo negro, algo raído. Sostenía una carpeta preñada de folios.

—¡Versos, señoras y señores! ¡Versos por la gracia de unas monedas!

—Es el poeta —dijeron los del fondo con cierto desdén. El poeta era un pasajero asiduo de los vagones, y por tanto bien conocido por los usuarios.

Escucharon el familiar sonido que confirmaba la inminente llegada, y acto seguido vislumbraron la forma trapezoidal de la locomotora agrandándose mientras se acercaba. Entonces ocurrió algo sorprendente: el tren, y no solamente el tren, sino también las vías, desaparecieron; se esfumaron ante la mirada perpleja de los viajeros. En su lugar se extendía una llanura virgen, cuya intacta blancura desafiaba la lógica.

Tras las exclamaciones primeras, reinó un silencio absoluto. Muchos creyeron estar soñando; otros, sobrecogidos, apenas lograban reaccionar en modo alguno. Un joven se apartó los auriculares y gritó, como única respuesta a lo desconocido. Le imitaron dos mujeres a las que siguió un viejo al que secundaron muchos, lo que desató el caos. Unos pocos intentaban calmar a los histéricos, esgrimiendo hipótesis de lo más peregrinas: extraterrestres, cámara oculta, experimentos militares, segunda venida de Cristo, fin del mundo... Alguien habló de poner una reclamación. 

La misma voz que anunciara la llegada del tren, ahora, con perceptible confusión, intentó poner orden. 

—Ferrocarriles del Norte lamenta el incidente. En cuanto nos sea posible informales de lo sucedido, lo haremos. Estamos recabando datos. Les adelantamos que la causa es totalmente ajena a nuestra organización. Rogamos mantengan la calma. Disculpen las molestias. 

Tales palabras no consiguieron sino aumentar el nerviosismo general. Las protestas elevaron el tono, pero nadie se movió de allí. Aquello era demasiado intrigante para quedarse a medias. En los siguientes cincuenta minutos no sucedió nada, salvo la repetición intermitente del mensaje oficial, y las elucubraciones cada vez más enrevesadas. Al cabo de este tiempo las vías reaparecieron, así como el tren, que continuó acercándose a la estación desde el punto en que lo había dejado.

La muchedumbre se apresuró a tomar posiciones en el borde del andén, devorados por la ansiedad.

—Ellos nos contarán lo que ha pasado —se repetían unos a otros, ahítos de curiosidad.

—¡Sí, sí! ¡Ellos tienen que saberlo!

Examinaron con avidez los cristales de las ventanillas mientras pasaban veloces ante ellos. Con un silbido largo el tren se detuvo. Los vagones, por costumbre abarrotados, estaban vacíos. 

Un terror repentino sobrecogió las almas. En medio de un silencio gélido se abrió la puerta de la cabina de mando, y asomó por ella una cabeza tocada con una gorra. Le siguió el cuerpo, que se intuía delgado a pesar del grueso anorak azul desvaído que lo cubría. El maquinista se quedó en el primer escalón para que todos pudieran verle, y levantó la mano izquierda, en la que sostenía un megáfono. Sus facciones amables desentonaban con las de su público. Consciente de la expectación se dispuso a tomar la palabra.

—Estimados amigos: están todos invitados a subir a este tren. Como cada día.

Los oyentes se miraron extrañados. Aquel hombre estaba loco, sin duda.

—Sí —prosiguió—, ya sé que no tienen noticia de ello. Es natural porque quien se queda en el andén lo olvida todo; y así sucederá también esta vez. Quien no suba a este tren hoy olvidará su existencia. Pero no hay que preocuparse amigos míos, mañana les llegará de nuevo la oportunidad. Mi consejo, si se me permite, es que no la pierdan. 

—¿Y cuál es el destino de tan raro transporte? —El maquinista sonrió y volvió a acercarse el megáfono. 

—Este tren, señoras y señores, tiene como destino la Sabiduría. Ni más, ni menos. —Un nervioso murmullo generalizado recorrió la estación. 

—¡Sí, sí! Así es. Todo el que suba a bordo y prosiga el viaje la obtendrá seguro. Más…

—¡Hable, hable!

—Más esto trae una consecuencia. 

—¡Déjese de rodeos y hable de una vez! —gritó un señor irritado.

—Eso, explíquese: ¿qué consecuencia es esa? —inquirió otro con gafas y bigote, rechoncho y tripudo. 

—¡Ah, señor mío! Que nunca podrá regresarse al estado de ignorancia. —Hizo una pausa, ya que estaba acostumbrado a las peores reacciones ante semejante oferta— El billete no cuesta nada, señoras y señores. Es completamente gratis. 

Hubo silencio. El maquinista inspeccionó el andén, y haciendo como si en verdad esperase una respuesta entusiasta, preguntó:

—¿Cuántos se atreven?

Nadie se movió del sitio ni abrió la boca. Algunos endurecieron el gesto, pensativos. 

—Yo voy.

La voz llegaba desde el fondo. Todos volvieron la cabeza: era el poeta. Éste se guardó el bolígrafo y apretó contra el pecho su carpeta de folios. Los otros le abrieron paso, admirados los necios, envidiosos los cobardes. Apenas entró en el vagón, el poeta comprendió el porqué de ambas cosas. La promesa no tardaba en empezar a cumplirse, pensó.

—¿Alguno más? -insistió el maquinista. 

El hombre bajó el megáfono y sonrió con tristeza.

—Siempre puede más miedo —murmuró para sí. Se descalzó la gorra y la agitó en el aire. —¡Disfruten de su día!

Se despidió amablemente y desapareció en el interior de la cabina, momentos antes de que se cerrasen las puertas del tren. Todas las puertas. 

Un segundo después los viajeros habían olvidado todo lo acontecido en la última hora. Ni siquiera el reloj de la estación, o el de ningún otro viajero delataba el lapsus de tiempo. El tren de Caoslan llegó a la hora prevista, y nadie entonces, ni muchos años después, reparó en la desaparición del poeta. 


Mariaje López ©


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lunes, 16 de marzo de 2015

La exclusiva de Salvador.


La exclusiva del Asesino. Foto de portada: Maibi Marisa Bilbao. 



Si buscas en una librería la novela de Salvador Robles Miras, "La exclusiva del asesino", puede que la encuentres en la sección de novela negra. Una observación atenta te revelará quizá que no se siente muy cómoda en su estante; la pupila de su caracol vigilará con inquietud peregrina la sección vecina de filosofía. 

Está donde está porque esconde un crimen pronto al destape, y policías que seguirán pistas falsas que darán de remate con las verdaderas. Pero el asesinato es sólo una excusa para contarte otras cosas, esas tan difíciles de rastrear, o más, que las huellas de un opaco crimen

lunes, 9 de marzo de 2015

Rencores y Catarsis.






Hoy ha sido un día extraño: hoy se me ha caído el rencor. 

Para mí ha sido un misterio, porque llevaba años persiguiéndolo. Ahora sé que no lo intentaba de veras porque creía, sin asumirlo, que el rencor era un escudo. Me acuerdo de un sabio que decía algo así como que de poco sirve el esfuerzo para desterrar creencias, ya que éstas se disuelven solas en la comprensión. 

Comprender es más que saber; es ir más allá de la consonancia intelectual. La consonancia intelectual sabe que fumar es perjudicial para la salud, por ejemplo. Sabe, pero no comprende el total alcance y sigue fiel a su conducta viciada. Pero si además de saber comprende, deja el cigarrillo sin ningún esfuerzo, es como si se le cayera de la mano inadvertidamente; conozco un par de casos que sirven de ejemplo a lo que digo. El sabio al que me refería era Krishnamurti; y tenía razón.