martes, 10 de julio de 2018

Persecución





Los tacones rasgando la acera en el silencio poco transitado de la callejuela. Lleva tiempo caminando a solas, y desde hace un rato escucha otras pisadas a su espalda. Le extraña que lleven siempre  la misma distancia, sin acercarse más... ni alejarse. Ninguna persona camina al mismo ritmo que otra, a no ser que sea deliberado. Se volvería a mirar, pero si lo hace, delatará su inquietud. Si quien avanza tras ella es alguien inofensivo, se burlará de sus temores; y si por el contrario hay motivo para desconfiar, un gesto tan evidente precipitaría los acontecimientos. Ha detectado en el otro una leve cojera.
Es mejor actuar con cautela, asegurarse. Debe ralentizar el paso, o apresurarlo. Sí, mejor eso. ¿Y cambiar de margen? No. No tiene sentido: el otro lado carece de acera y el sol pica como un escorpión. Sería un acto explícito, tanto como volverse a mirar.
Acelera el paso, y escucha las otras pisadas, siempre guardando idéntica distancia. Calcula que les separan unos quince pasos. Ha imaginado a un hombre de rostro siniestro. ¿Sería distinto si la siguiera una mujer? No debía confiarse en ningún caso.
La calle le parece infinita. La vía se abre a un descampado que separa la ciudad vieja de la nueva. Salpican ese extenso tramo, como amantes dispersos, algunos árboles renegridos, la caseta abandonada de una obra y el cementerio. Nota la lengua áspera y el ajustado vestido de fina tela se le adhiere a los muslos sudorosos.
Un hombre alto, vestido con camiseta sin mangas y bermudas vaqueras se acerca de frente. Ella libera un suspiro silencioso, y cuando el hombre de las bermudas pasa por su lado, finge  tener arenilla en el zapato. Se descalza y lo golpea ligeramente para vaciarlo. Ahora quien la sigue no tendrá más remedio que seguir avanzando y ella podrá mirar sin levantar sospechas. Pero siente un escalofrío cuando los pasos se atrás también se detienen.
El hombre de las bermudas, creyendo que es él quien interrumpe el paso al extraño, se lo cede con una sonrisa. El supuesto perseguidor no tiene más remedio que adelantarse y eso da ocasión a su supuesta perseguida para observar con disimulo el rostro velado por unas gafas oscuras y una lacia melena. Resulta difícil definir su sexo. Sus andares denotan cierta feminidad, en tanto que las hechuras parecen las de un hombre más bien escuálido. A medida que lo ve alejarse se tranquiliza. Se sonríe incluso, burlándose de sus propias paranoias. 
Deja que se aleje más, por precaución, pese a que ya se siente más tranquila. Suena el celular: un mensaje irrelevante de alguien que pretende venderle algo con machacona insistencia. Lo guarda sin responder y avanza despreocupada, una vez desaparecida la amenaza. Tiene la boca reseca, y se resuelve a tomar una cerveza helada en el primer bar. 
Deja atrás la necrópolis y su coro de chicharras. Entonces vuelve a escuchar los pasos a su espalda y a la misma distancia que antes. Y esa cojera…
No puede más; se detiene y da media vuelta. Se queda mirando aquel rostro de cuencas vacías, como si alguien sujetara los hilos de su cuerpo ya para entonces desmadejado y presa del pánico. El hombre —o la mujer— sin ojos pronuncia su nombre. La agarra del brazo y la conduce de regreso al cementerio.

Una luz brillante los envuelve al atravesar la verja, y ella comprende al fin. Ya es tarde para llorar por la vida  malgastada. 

Mariaje López  © Tu  escritora personal por Mariaje  López se encuentra bajo una Licencia  Creative Commons Atribución-NoComercial.

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