jueves, 9 de noviembre de 2023


 

Hace tiempo participé en esta antología de M.A.R. Editor con un relato negro: os lo dejo aquí:


JUSTICIA EN TRES ACTOS


Acto I

Ahora puedo contar lo que pasó, y hasta desmenuzar sus pensamientos, ya que a día de hoy nada se me oculta.
Diré que hace dos noches María administró a su hija adolescente un somnífero en la cena. Luego esperó a que se durmiera, y ya de madrugada, intranquila, sacó una bolsa negra del fondo del armario y revisó su contenido: una peluca castaña de corte masculino, una discreta barba postiza, la copia de la llave de mi casa –extrajo la original del bolsillo de mi abrigo, colgado en el perchero de la sacristía mientras yo celebraba la misa vespertina–, un paquetito de cuchillas de afeitar y unos guantes de vinilo. Diré también que ocultó su larga melena rubia bajo la peluca, y cubrió su bello rostro con la barba, tras lo cual abandonó la casa de madrugada, en medio del mayor sigilo. Se cruzó por el camino con dos noctámbulos a los que ningún despertador perturbaría en la mañana, y que la tomaron por un igual. Invirtió catorce largos minutos en caminar deprisa hasta el portal de mi casa. Una vez allí, seleccionó en su móvil mi número de teléfono.

–Vengo a darte lo que quieres –me dijo secamente.
Bajé las escaleras y le abrí la puerta. Aprobé la idea del disfraz: un sacerdote ha de proteger su reputación.

Acto II

Tengo la regla y encima he amanecido con un dolor de cabeza horrible. Mi madre dice que he dormido de un tirón, no como las otras noches, que siempre me despierto varias veces. Mientras desayuno pongo la tele, y menudo sorpresón: han encontrado al cura ese del Tribunal Eclesiástico, el que se encargó de defender su causa de nulidad matrimonial, desangrado en la bañera. Aparentemente se trata de un suicidio. Por lo visto estaba siendo investigado por abusos sexuales reiterados a una menor, fue hace más de diez años. La víctima no lo denunció hasta ahora y asegura que ha recibido amenazas disuasorias. ¡Vaya con el curita! No puedo decir que me sorprenda mucho, el tipo me caía fatal. Venía por aquí más de la cuenta, incluso ya resuelta favorablemente la sentencia de nulidad. Yo creo que andaba detrás de mi madre el viejo. Claro, que no me extraña… ¡Es tan guapa!
Mi madre colabora bastante en la parroquia; imparte catequesis y ayuda en la preparación de la liturgia. Su fe le ayuda a sobrellevar las dificultades, las cosas no nos están resultando fáciles, y mi padre se empeña en complicarlas más. Yo hace tiempo que paso de la religión, y ella lo lamenta, pero me respeta.
Hoy no va a trabajar, porque le deben el día. Dice que lo pasará en Madrid con una amiga. Le vendrá bien. Me iría con ella; hoy no me apetece nada el instituto, lo que se dice nada. A decir verdad sólo me gusta ir a clase de literatura, por el profesor, que es un crack.

Acto III

No me atrevo a comulgar con un pecado mortal sobre la conciencia. Necesito confesarme, pero en una iglesia donde no me conozcan. He dicho a mi hija que pasaré el día en Madrid, y así será, pero no con una amiga. Iré a Medinaceli: por sus confesionarios pasan multitud de fieles y es raro que los conozcan a todos. Aun así he tomado precauciones camuflando mi pelo rubio con un gorro, y maquillándome en el aseo del tren desvirtuando mis rasgos: de algo ha de servirme mi oficio, además de para embellecer a las estrellas mediáticas. No es estrictamente necesario que me disfrace, pues el secreto de confesión me ampara; pero por si las moscas conviene dejar pistas falsas.
Diré al confesor que he matado a un hombre, simplemente. No precisa más que eso y mi arrepentimiento para absolverme. Si no fuera por prudencia, me gustaría incluso darle más detalles, ya que lo recuerdo todo claramente.
A ese desgraciado le sorprendió tanto verme en su casa, sumisa, después de lo que me había hecho. Increíble que no sospechara algo, el muy cerdo, y eso que iba de listo. Al principio lo admiraba por su erudición, esas cosas antes me impresionaban. Ahora sé que la erudición y la sabiduría no son lo mismo necesariamente. ¿De qué le valía su cultura, si no era capaz de usarla para argumentar sin recurrir al menosprecio de sus interlocutores? Una cultura así no merece tal nombre; eso lo he aprendido bien gracias a él.
Afirmaba quererme como a una hija… como a una hija… el muy cabrón. Pero cuando le dije que salía con Andrés, un compañero de plató más joven que yo, le dio un ataque de celos. Me amenazó con separarnos. “Sabes que puedo”, me dijo. Y podía: él era amigo del dueño de la cadena, y además me había recomendado para el puesto de maquilladora. Amenazaron a Andrés con el despido en virtud de no sé qué infundio, y aquello reveló la naturaleza cobarde y miserable de mi presunto novio, quien no reparó en dejármelo todo muy claro: “Mira, yo no quiero líos; si las cosas van a complicarse así, yo te dejo”. “Yo te dejo”, así de simple. No podía creérmelo... y yo que estaba dispuesta a jugármelo todo por él. Las mujeres somos más valientes que los hombres, por lo general, eso es un hecho; y otro hecho constatado es que la ilusión del amor, a veces, nos vuelve tontas y ciegas temporalmente.
El caso es que la otra noche el viejo me recibió. Yo tenía una llave, pero no para entrar, sino para cerrar la puerta al salir. Me quité la pelambre postiza, obligándome a mostrar una sonrisa resignada. En sus ojos opacos se mezclaban emociones dispares, empujándose las unas a las otras, codiciosas. Extrañeza, inquietud, dudas, deseo… Subió impaciente las escaleras, precedido por mí. Si la lujuria no hubiese nublado su razón, aún estaría vivo.
–Déjame pasar al baño un momento –rogué con un guiño voluptuoso.
Entorné la puerta dejando sólo una fina rendija abierta, lo justo para excitar su imaginación, y me quité toda la ropa. Saqué una hoja de afeitar de la cajetilla, la despojé de su envoltorio y guardé el resto en un bolsillo. Afortunadamente tengo un par de glúteos entre los que puede esconderse fácilmente una cuchilla. Bendito culo. Un cobijo arriesgado pero eficaz.
Hice un gurruño con mis prendas y lo sujeté entre ambas manos como si fuera un balón.
–Adelante –le invité con voz melosa.
Él me miró enfermizo, con la mandíbula floja y la boca abierta. Vi su lengua reseca paseando los labios febriles, como una rapaz hambrienta. Lancé mi bulto de ropa al pasillo; no quería mancharlo. Él se lo tomó como una suerte de provocación erótica, y complacido se acercó a manosearme el pecho. Todo iba bien.
Sentí el odio en el estómago, que se revelaba, pero ni esa ni ninguna otra circunstancia me impediría culminar mi obra. Empecé a desnudarlo; sólo llevaba puestos los calzoncillos bóxer y una chaqueta de pijama desparejada. Le rocé los labios con la punta de mis dedos y lo hice girar con suavidad; desde su espalda comencé a desabrocharle los botones lentamente, notando cómo su respiración se aceleraba. Tembló contra mi piel, sudando, y dejé caer la chaqueta. Jadeaba cuando le acaricié la frente, los párpados arrugados, las palpitantes sienes… mis dedos buscaron el pulso en su cuello marchito y blanco. Con un gesto cuidadoso, entre dulces susurros, extraje la cuchilla de su cálido refugio y le seccioné la carótida. Un furioso chorro de sangre empapó mis brazos y salpicó la pared. Hice bien en alejar mi ropa.
Tardó pocos minutos en agonizar. Luchó por gritar pero no pudo. Era justo: ya había hablado demasiado en vida.
Lo miré impasible hasta que dejó de moverse, lo arrastré a la bañera y una vez dentro abrí el grifo. Le hice cortes en las muñecas y arrojé la cuchilla al agua caliente. Luego me enfundé los guantes y lo limpié todo concienzudamente. Volví a colocarme el disfraz, y al salir cerré la puerta con mi copia de llave.
Antes de llegar a casa arrojé todas las pruebas a un contenedor; el camión de la basura se las llevaría en pocas horas.
Me arrodillo en el confesionario donde aguarda parapetado un fraile franciscano. Cuando le suelto mi culpa guarda un silencio espeso y trata de averiguar algo más, pero no consigue mucho ya que digo cosas al azar y todo parece incoherente. Debe pensar que me falta un tornillo –les pasa mucho–, y se compadece. Allá él, eso es cosa suya.
Indaga en mi arrepentimiento, y le juro que sí, que me arrepiento, más no termino la frase. “Sí, padre, me arrepiento... de no haberlo matado justo antes de que nos hiciera daño… a mí, a esa pobre chica a la que amenazaba, y sabe el cielo a cuántas personas más”.
Un gusano así no merece vivir y menos como representante de Dios. No era un buen ejemplo. En el fondo he sido un instrumento del cielo. “Pero eso usted no lo reconocerá, padre, ya lo sé yo”.
Trata de persuadirme para que me entregue, por si acaso, y no estoy tan loca como se piensa. Prometo que lo consideraré. Alza la mano detrás de la celosía y traza un signo de cruz: “Yo te perdono; en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo”.
Amén. Ya puedo comulgar en paz.

2 comentarios:

  1. Tu publicación irradia brillantez: esclarecedora, bien articulada y verdaderamente cautivadora. ¡Gracias por compartir tu valiosa perspectiva!

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    1. Pues muchas gracias por la visita, y por dedicar un minuto de su tiempo a dejarme este comentario, tan amable y estimulante. Buena tarde.

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