Brillan al anochecer, como párpados indolentes, como pupilas ciegas a las que no incomoda ser miradas.
Ventanas que fascinan, que inquietan, que conectan con mundos aleatorios y asiduamente propios. Contrapicados de lámparas, esquinas de estanterías y armarios, voces, músicas, siluetas.
Ventanas, ojos de la casa, del hogar que nutre y preserva, o también —ay— del infierno más profundo.
Miro las ventanas con los ojos de mi niñez desmochada, buscando siempre el hogar amable, seguro, el nido de rumores ocultos y de fuego amigo. Lo busco como a un templo donde el estrépito se arrodille fuera, ante sus puertas. Y dentro la vida a resguardo, la frágil vida, añoranza perpetua del hogar primero. Allí donde el amor reparte su voz secreta, donde el dolor es manejable fuera de su jaula, donde la mirada es libre y la risa tranquila brinca como un perrillo en la hierba.
¿Qué convierte la fría casa en el hogar auténtico? Un juego de resonancias y espejos. Hay casas ciegas y mudas que no conversan ni se dejan ver. El hogar necesita tiempo para hacerse; un tiempo que se mide en actos y en miradas. El hogar no acepta dueños, sino amantes compañeros. No se deja seducir por objetos caros, y sí por afectos. El hogar acaricia en la luz y ama cuando hay penumbra, precisamente porque es hogar.
Escuchar al hogar y ser por él escuchado, contemplarlo y ser por él contemplado, cuidarlo y abandonarse a su cuidado. Respirar su atmósfera, reconocer sus voces, sus fragancias y sus sombras curativas; sus brillos nunca hirientes. Es preciso buscar el rastro de sus pisadas y entregarle lo mejor de nosotros para recobrarlo multiplicado. Convertirnos en amantes fieles de quien nunca nos ha mentido o traicionado.
Hay quien sabe encontrar el hogar en cualquier parte, porque un hogar es mucho más que un techo y cuatro paredes: es materia prima de la propia carne.
UN ENCUENTRO INTERMINABLE, Mariaje López y Salvador Robles Miras. M.A.R. Editor.
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