Brillan al anochecer, como párpados indolentes, como pupilas ciegas a las que no incomoda ser miradas.
Ventanas que fascinan, que inquietan, que conectan con mundos aleatorios y asiduamente propios. Contrapicados de lámparas, esquinas de estanterías y armarios, voces, músicas, siluetas.
Ventanas, ojos de la casa, del hogar que nutre y preserva, o también —ay— del infierno más profundo.
Miro las ventanas con los ojos de mi niñez desmochada, buscando siempre el hogar amable, seguro, el nido de rumores ocultos y de fuego amigo. Lo busco como a un templo donde el estrépito se arrodille fuera, ante sus puertas. Y dentro la vida a resguardo, la frágil vida, añoranza perpetua del hogar primero. Allí donde el amor reparte su voz secreta, donde el dolor es manejable fuera de su jaula, donde la mirada es libre y la risa tranquila brinca como un perrillo en la hierba.