Ilustración de Marta Virseda García |
A la gata sin nombre le gusta frecuentar un parque cercano, donde acude para echar la siesta debajo del árbol viejo, el de las cicatrices grandes en la corteza. Se queda allí cuando no hay gente apenas, y la contada que pasa lleva demasiada prisa para fijarse en ella. Cuando llega le parece, y está en lo cierto, que el abuelo de los árboles la saluda, y se le nota contento de volver a verla. A su sombra, con el rumor de las hojas, la felina se hace un ovillo y se adormece, sintiéndose querida por otro ser vivo, aunque sea uno tan distinto a ella. Y en éstas sueña que el destino le tiene reservado algo bueno. Algo muy bueno, a decir verdad. Tanto, que no acierta casi ni a darle forma, un poco sí lo consigue en sus incursiones oníricas, y solo ahí, porque es difícil imaginar algo tan desmedido y hermoso cuando cuesta un mundo sacar la vida adelante, cuando la suerte es hostil.