Prolifera en nuestros días cierta abominación del entramado social, de nefastísimas consecuencias para la convivencia armónica de las buenas gentes. Me refiero a los padres hipercomplacientes. Se caracterizan por engendrar niños de ambos sexos aparentemente normales, a los que después logran convertir en auténticos monstruos tiranos y extraordinariamente irascibles. Y si piensas que me he dado a las exageraciones, permíteme mostrarte un botón.
Mi pareja y yo estábamos en el entresuelo del Teatro Albéniz, esperando presenciar un singular espectáculo musical liderado por Ara Malikian y titulado Pagagnini. El asiento de atrás estaba ocupado por una niña de unos seis o siete años a la que acompañaba un padre emperillado con aire de intelectual. Recuerdo que la niña no se había quitado el abrigo y que calzaba botas altas. Antes de que apagaran las luces pude ver que se dedicaba a pisotear con ellas el asiento delantero. El papá no le dijo nada al respecto.
Comenzó la representación y la infanta, no contenta con amenazar mi nuca, empezó a golpear con los pies el respaldo de la butaca adyacente a la mía, sostenidamente y a destiempo, que parecía mentira que estuviera estudiando solfeo, (como le aseguró el padre a la señora que tenía sentada a su derecha). Después de quince odiosos y beligerantes minutos, la niña lejos de cansarse, le había encontrado el gustillo a lo de magullar el asiento con los pinreles. Yo había terminado por desconectar de lo que estaba ocurriendo sobre el escenario. Los nervios me corroían el estómago. Miré hacia atrás varias veces, esperando que el padre se diera por aludido y reconviniera a su hija-berbiquí.
El papá tampoco le dijo nada al respecto.
Según avanzaba el concierto, el entusiasmo repicador de la niña-taladro también lo hacía. En un susurro casi agónico informé a mi acompañante de que me estaba poniendo muy nerviosa, y él muy amablemente me ofreció cambiar el asiento. Fueron ganas de autoinmolarme, lo sé, pero no acepté. Seguí por aquel derrotero de ignición nerviosa y ya no me enteraba de lo que estaba aconteciendo en el escenario.
Como el papá seguía sin inmutarse, me vi en la imperiosa necesidad de volver la cabeza y dirigirme a la niña. Prometo que me expresé de forma amabilísima y que traté de explicarle a la portadora de las botas lo que me estaba suponiendo el golpeteo. Juro que le pedí cariñosísimamente, que por favor dejara de hacerlo.
Entonces, y sólo entonces, el papá dijo algo, no sé el qué. Lo que sí vi fue la cara de ángel degollado que compuso ella mientras lo negaba todo.
Eso, no era lo peor. Lo peor estaba por venir.
A partir de aquel momento la niña no dejó pasar un segundo sin perseverar incansablemente en que ella no había sido, y que nosotros éramos unos mentirosos.
—¡Regáñales! –le decía imperativamente a su progenitor, al tiempo que arreciaba con los lloriqueos y las patadas.
Yo llevaba un rato flipando en surround cuando la pequeña
ronaldinha le atizó un patadón de órdago a la butaca de al lado y exclamó sonoramente:
—¡Que les regañes, tengo ganas de venganza!
Tal vez en otras circunstancias me habría reído, pero en mi estado taquicárdico aquello me escarchó las venas. No daba crédito.
Entonces va el padre y tecleándome el hombro me interroga:
—Señorita, ¿está usted segura de que no ha sido otra persona?... porque ella insiste en que no ha sido, ¡y ella no
miente nunca!
Eso fue demasiado. Tuve unos momentos de
desconcierto, nunca mejor dicho. Abrí la boca para llenar los pulmones de aire.
—Mire, ¡estoy alucinada con usted y con la hija de usted! –me salió del alma de las tripas.
Paco, mi pareja, ya con visible preocupación por mi incierto devenir, se lanzó a mediar en el conflicto:
—No pasa nada, de verdad, no tiene importancia, no se preocupe.
La minibettedavis lloraba ya copiosamente en dique seco, y presentaba amagos de sufrir un inminente ataque agudo de enfisema pulmonar temprano. Yo estaba completamente descompuesta, he de reconocerlo con humildad franciscana. Mi acompañante, que es más conciliador, se dirigió a la niña esta vez:
—Bueno, perdona bonita, no te pongas así, no pasa nada de verdad; no tiene importancia.
Sus palabras surtieron efecto y se calmó la gremlin. Pasados unos minutos, el padre vuelve a tocarme la espalda:
—Señorita perdone; ¿me puede decir qué he hecho yo para que esté alucinada conmigo? He estado todo el rato tratando de arreglarlo…
Nunca alabaré bastante la sensatez de Paco, no dándome tiempo a responder. Aquello podía haber terminado muy mal. Pero que muy mal, ya te lo digo yo.
—No se preocupe de verdad, no tiene importancia. –le repitió mi acompañante.
Por fortuna el señor tocahombros tuvo la decencia y el sentido común de desaparecer con su hija tocapelotas justo antes de la caída del telón. Mejor así, porque de haberse esperado a que finalizaran los aplausos y yo me diera la vuelta, quizá habríamos tenido que discutir en serio.
Mariaje López.
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