Estaba a punto de casarme, y en la cocina no había ido más lejos de mondar patatas, deshebrar judías verdes y cocer huevos; fritos por mí nunca se habían visto en la casa. De la cocina se encargaba mi abuela materna, que admitía poco rato a intrusos en sus dominios, especialmente si eran inútiles, categoría que al parecer, me había asignado desde la infancia.
Ya mi futuro cónyuge me había preguntado a qué esperaba para aprender, y en vez de mandarle a freir espárragos, orden muy apropiada para el caso (menos mal que no lo hice, me habría perdido a Verónica), le respondí la verdad: que yo era persona non grata en mi casa, particularmente en la cocina. En estas me llegó el ejemplar correspondiente de la revista Selecciones, a la que estaba suscrita, y me encontré con este anuncio:

Dicen que la casualidad no existe, y aun si no era el destino quien me lo enviaba, al menos había sido oportuno, ya que nada más casarme iría a vivir a Figueras, y allí tendría que vérmelas a solas con los pucheros por primera vez, así que lo compré. Selecciones me ofrecía la posibilidad de pagarlo en cinco plazos de 325 pesetas, y lo podría tener una semana a prueba en casa. Si no me satisfacía, la devolución se haría sin cargos. Eran otros tiempos.
Así obtuve mi primer libro de cocina; un maestro que todavía me acompaña; aunque treinta y seis años juntos le han dejado cicatrices de trinchera: el lomo remendado cuatro veces; archipiélagos de manchas en varias hojas accidentalmente adquiridas; y el extremo de la cinta marcadora roja, tan relamido que ya apenas logra cumplir su función. Pero ahí sigue, con la dignidad de un viejo guerrero luciendo sus insignias.

¿Te sorprenderá mucho si te digo que después de
Las Mil y Una Noches, este libro es el que más me ha hecho soñar? He tenido y tengo, otros tratados de cocina, y muy buenos, pero la gran aventura la hicimos juntos éste y yo. Sus páginas me abrieron nuevos mundos, todo un catálogo de sensaciones: olores, sabores, colores, rituales y hasta epopeyas.
El libro no sólo me enseñaba sus recetas, además me explicaba el origen de muchas de ellas, sus pequeñas historias, y la procedencia de sus nombres. Como por ejemplo el de uno de los platos estrella de la cocina turca; el
Imán Bayildi, nombre del santón del islamismo que, según cuenta la leyenda, se desvaneció de placer cuando lo probó. Me salió bastante bien, y lo juzgué digno de su fama, aunque los piñones y
la canela también harían lo suyo.
Déjame ahora abrirte el libro. Te describiré brevemente sus secciones. Savarín escribió en el prólogo que su primer acierto había sido "dirigir la cocina adaptándola al mercado". No fue el único. Veamos:
EL ARTE DE SABER COMPRAR: Unas cuarenta páginas para ayudarte en lo que enuncia.
RECETAS PARA DOCE MESES: Más de 250 páginas, el grueso del libro, que se distribuye como sigue:
Cada mes viene encabezado por su índice de recetas, acompañado de una pieza del refranero español referido conjuntamente al mes en curso y a la comida propia de la estación. A esto sigue una relación de los productos de temporada, con los que se elaboran todas las recetas del mes. Se distribuyen por apartados: así tenemos Sopas y primeros, pescado, carne, volatería y caza, arroz y pasta, verduras y ensaladas, postres y dulces. Termina el mes con una sección de platos rápidos.
LAS TÉCNICAS BÁSICAS: 50 páginas con los fundamentos del arte culinario.
También se dedican espacios a los vinos, el equipo de cocina y la congelación. No era despreciable para mí el glosario de términos que precedía al índice general, pues algunos me resultaban bastante desconocidos.
Recuerdo bien el protocolo que yo seguía. Lo reproduzco últimamente con menos frecuencia, aunque pienso en retomarlo. Cuando empezaba a experimentar con mi manual de las delicias, elegía cuidadosamente la receta de turno, y elaboraba la lista de ingredientes, también por apartados. Recorría luego las tiendas hasta encontrar ese producto esquivo que faltaba, pues en aquellos años y por los barrios en que me desenvolvía, aún no primaban los estantes interminables saturados de mercancía. Las pequeñas tiendas de comestibles, en mi niñez llamadas de ultramarinos, no daban opción a perder demasiado tiempo eligiendo.
Una vez realizada la compra, me instalaba en la cocina, con mi libro abierto en un atril situado lo más lejos posible de los fogones. Esto era decir muy poco, dado el reducido espacio de la habitación. No pude evitarle alguna que otra metralla a mi leal camarada. Si había vino en casa me servía una copita, para celebrar a sorbos el avance de la receta, que por lo común remataba dignamente.
Cuando estrenaba plato, me gustaba mejorar el aspecto de la mesa. La cubría con un mantel bien planchado, y componía un centro con flores y velas. Usaba las copas de cristal fino y los platos de mi modesto ajuar, que todavía perdura. Solía quemar algunas esencias a tono con las viandas; unas veces de limón o bergamota, de canela, o de romero. Me disponía para una degustación pausada, reverente con el placer de la buena mesa y la experiencia de los sentidos.
Las páginas de este libro -y me refiero aquí expresamente al ejemplar que tengo la suerte de alojar en mi biblioteca-, exceden la practicidad de una buena guía de cocina. Guardan recuerdos, imágenes que renuevan el tránsito por un universo ilimitado de posibilidades. Doce Meses de Cocina, si el azar lo permite, continuará envejeciendo a mi lado sin agotar sus propuestas, pues he llevado a la práctica un tercio escaso de ellas; y cuando ya me haya despedido de todo, hablará de mí a los que me conocieron y disfrutaron conmigo de sus secretos.
Mariaje López.
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