miércoles, 13 de mayo de 2015

Ventanas.






Brillan al anochecer, como como párpados indolentes que destapan sus secretos, como pupilas que se vuelven ciegas para ser miradas.

Ventanas que fascinan, que inquietan, que conectan con mundos aleatorios y asiduamente propios. Contrapicados de lámparas, esquinas de estanterías y armarios, voces, músicas, siluetas. Ventanas, ojos de la casa, del hogar que nutre y preserva, o también —ay— del infierno más virgen.

Mi niñez desmochada buscando siempre el hogar amable, seguro, nido de rumores ocultos y de fuego amigo, templo donde el estrépito se arrodilla fuera, ante sus puertas.

La vida a resguardo, la frágil vida. El amor repartiendo su voz secreta, el dolor manejable fuera de su jaula, la mirada libre y la tranquila risa, dando brincos como un perrillo en la hierba. Añoranza perpetua del hogar primero. ¿Qué convierte la fría casa en el hogar auténtico?

Un juego de resonancias y espejos. Hay casas ciegas y mudas que no conversan ni se dejan ver. El hogar necesita tiempo para hacerse; un tiempo que se mide en actos y en miradas. El hogar no acepta dueños, sino amantes compañeros. No se deja seducir por objetos caros, y sí por afectos. El hogar ama en la luz, y acaricia en la penumbra.

Escuchar al hogar y ser por él escuchado, contemplarlo y ser por él contemplado, cuidarlo y abandonarse a su cuidado. Respirar su atmósfera, reconocer sus voces, sus fragancias y sus sombras curativas, sus brillos nunca hirientes. Buscar el rastro callado de sus pisadas. Entregarle lo mejor de nosotros para recuperarlo henchido, multiplicado, para convertirnos en amantes fieles de quien nunca nos ha mentido o traicionado.

Hay quien sabe encontrar el hogar en cualquier parte, porque un hogar es mucho más que un techo; es materia de tu propia carne.
Mariaje López.



Si lo deseas puedes dejar un comentario.

No hay comentarios:

Publicar un comentario