Foto: Juan Antonio López del Amor (Archivo personal) |
La primavera más bella que he contemplado nunca estuvo en los ojos de mi padre. Tenían el verdor y la luz radiante, la humedad precisa, y los sueños en reposo a la espera de su floración. Cuando quiero volver a la esperanza y emborracharme de alba, tengo dos lugares a los que escapar: la sonrisa de mi niña y los ojos de mi padre.
A los ojos de mi padre se asomaba la bondad, como una joven hermosa inclinada al balcón, ansiosa por contemplar la vida. Yo podía verla cuando los miraba, pues la felicidad, incapaz de esconderse entre los rincones, encontraba allí su reflejo. Cuando mi padre era feliz lo proclamaban sus ojos, y la sonrisa siempre llegaba después, incapaz de alcanzarlos.
Todavía hoy, si por alguna cosa me avergüenzo, o no estoy contenta de mí, busco como último recurso mirarme con los ojos de mi padre, y a través de sus aguas, renovar las promesas de mi inocencia bautismal.
Solo tuve esa luz, ese borbotón de primavera durante ocho años, la época dorada de mi infancia. Pero su fuerza permanece cuando la inmundicia me cerca, y levanta una atalaya sobre la miseria para que mi mirada pueda alcanzarlo. Y así, mirándome en su espejo, pueda beberme un sorbo de pureza.
Porque la primavera más bella que he contemplado nunca, estuvo y sigue estando en los ojos de mi padre.
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