viernes, 11 de julio de 2025

El jubilado



Imagen: Freepik

 

    La mañana cruzaba la frontera cuando el jubilado salió del hospital, restablecido apenas de su última crisis. Caminó despacio hasta la casa, registrando con la mirada detalles de ordinario invisibles: gestos de vocación secreta que hablaban a voces, vidas enteras atrapadas en un crisol de cinco segundos. Sabía que le quedaba poco tiempo, y también que nadie lo echaría de menos cuando faltase. La proximidad de la muerte abría las puertas de sus sentidos, invitándolo a traspasar el umbral de lo imperceptible. Aquel paseo de doce minutos acabó siendo el más largo de su vida, y el instante —lapso desapercibido por lo común— desnudó ante él su eternidad virginal.

Levantó las persianas de la casa, que estaba en un segundo piso sin ascensor, y sintonizó Radio Clásica. Luego se acomodó en su sillón favorito, junto a la ventana.

Su mirada vidriosa colmada de melancolía fue recorriendo la estancia, hasta que se detuvo en las dos estanterías llenas de libros que de esquina a esquina presidían el salón. Desde su butaca no alcanzaba a descifrar los títulos que sí reconocía por el color, el tamaño y sobre todo, por el lugar que ocupaban en los estantes. Su biblioteca era su tesoro más preciado. Ninguna de sus pertenencias le había procurado más placer que aquellos miles de páginas escritas que le otorgaban un poder sin parangón con cualquier otra riqueza mundana. Un poder que no erigía ante los demás, sino ante sí mismo. Aquel poder no era otro que el don inagotable de acceder a otras mentes, de transportarse a innumerables mundos dejándose moldear por ellos plácidamente. Amaba tanto a sus libros que se resistía a dejarlos huérfanos. No quería condenarlos al olvido o a algo peor: el estómago insaciable del camión de la basura. Tenía que buscarles otro dueño, otro hogar, o quizá varios.

La mañana siguiente escogió una decena de libros y caminó hasta la otra punta del barrio. Eligió una parada de autobús con marquesina y depositó su preciosa carga en los asientos. Luego fue a sentarse debajo de un árbol, en un banco de la acera de enfrente.

Al poco llegaron dos señoras enfrascadas en su precipitada charla. Miraron los tomos de reojo y comentaron algo. Se sentaron al lado sin tocarlos y siguieron a lo suyo. Enseguida apareció un joven con mochila que llevaba en la cabeza unos aparatosos audífonos. Preguntó a las señoras si aquellos libros les pertenecían, y ante su respuesta negativa se acercó para leer los títulos. El chico abrió la cremallera de su mochila e introdujo en ella los dos volúmenes rojo carmesí de Crimen y castigo.

Llegó el autobús, y se llevó a los nuevos viajeros mientras dejaba en tierra a una muchacha que, nada más bajar del vehículo, se fijó en el montón de libros. Llevaba la larga melena oscura recogida en la nuca, sujeta con una gran pinza de mariposa. Al ver toda aquella literatura esparcida en el banco, decidió echar un vistazo. Durante el examen apartó a un lado tres ejemplares. Llegó a la parada un autobús con distinto número al que se dispuso a subir. Cuando lo hizo, ya había empezado la lectura de La metamorfosis, de Franz Kafka. El jubilado sonrió.

A la hora del almuerzo quedaban solo dos libros: el Ulises, de Joyce y Rayuela, de Cortázar. No quiso el anciano dejarlos solos, y se los llevó a casa de nuevo.

Después de comer y haber dormido una buena siesta, añadió a aquellos dos ocho libros más y buscó otra parada. Y así, de diez en diez, y rotando las paradas durante cuatro meses, fue encontrando asilo para sus amigos más fieles, hasta que solo le quedó en casa un único libro: el último testigo de su afición más querida. Ahora se dedicaría a escribir. Y sabía con exactitud qué sería lo primero.

Depositó con suavidad el libro sobre la mesa, y tras rebuscar en un cajón regresó con lápiz y papel:

Querida hija, este libro que aquí ves es mi regalo personal. Ya sé que este libro es el único regalo que te hago en toda la vida, y que te parecerá muy poca cosa. Antes de que me dirijas algún reproche, desde tu punto de vista más que justificado, te diré que desconocía tu existencia hasta hace muy poco. Tres años, no más, hace que supe de ti. ¿Y qué son tres años en toda una vida?

No culpes a tu madre, ella no fue libre para unirse a mí, ni para rechazarme. Ella era entonces muy joven, yo tampoco la culpo ya de nada. Durante todo este tiempo supuse que sus padres la habrían obligado a abortar. Supe que lo intentaron, aunque por fortuna, en un arranque de valor maternal, en el último momento se plantó y se negó de manera irreductible a deshacerse de ti.

Sabiendo cercana mi partida definitiva, no me atreví a trastocar tu vida; pero sé que vendrás cuando yo no esté, porque esta casa es para ti. No tengo a nadie más a quien dejársela. Para ti son esta casa y este libro que se ha quedado conmigo hasta el final. Me preguntaba por qué precisamente elegí este, y ahora ya lo sé. Lo releí varias veces estos últimos años, desde que supe de ti. Me sentía bien imaginándome ser Átticus Finch, y pensándote a ti como mi pequeña Scout. Digamos que es mi testamento, el testamento de amor de un padre que nunca te tuvo en sus brazos, que jamás te besó ni te protegió, pero que en ningún momento, desde que te supo, te olvidó. No lo hice cuando te creía muerta, y mucho menos sabiéndote viva.

El jubilado examinó lo escrito, y le pareció que estaba bien. Añadió el saludo de despedida y estampó su firma. Luego plegó el papel con cuidado, y lo introdujo bajo la tapa de Matar a un ruiseñor. Acarició la portada y luego, con el libro en la mano, se acomodó en su rincón favorito, aquel lugar soleado junto a la ventana donde habían tenido lugar tantas y tan prolongadas aventuras de sillón. A la mañana siguiente, iría a la papelería a comprar un cuaderno. No haría falta que fuese muy grueso, no le quedaba tanto tiempo.

Y escribió y escribió. Cada día una página, cada vez una declaración de amor paternal, cada párrafo un canto a la vida, cada frase un abrazo en volandas de las emociones que nunca antes pudieron ser expresadas. Y entre abrazos y besos tejidos con palabras, le fue contando a la hija sus días y sus anhelos, hasta que se llenó el cuaderno.

Llegó el invierno. El hombre se acurrucó en su butaca y miró las estanterías despojadas. Los visillos filtraban la belleza del sol vespertino y con la templada luz en los párpados recreó la faz de su hija, ya adulta. Le fue restando años con la imaginación hasta que ella tuvo solo seis, como la protagonista de Matar a un ruiseñor. Entonces sí, con aquella imagen en la cabeza, decidió leer la celebérrima obra de Harper Lee por última vez.

El viejo ya estaba dormido cuando las últimas luces del día abandonaron la casa. Sobre la mesa quedaron un libro en cuya portada aparecía un ruiseñor, un delgado cuaderno que en sus páginas guardaba el testamento de amor de un padre desconocido, y un ramo de flores ya marchitas.

Relato incluido en el libro UN ENCUENTRO INTERMINABLE

Mariaje López y Salvador Robles Miras, M.A.R. Editor



Mariaje López

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