He vivido en Alcalá de Henares durante treinta años. Hace muchos tuve que cambiar de domicilo. A menudo el recuerdo me lleva allí, y en ese transporte los registros emotivos se multiplican. Esta ciudad lo es por título propio, concedido por Sancho IV. Mi historia está irrevocablemente unida a sus calles y plazas, y sobre todo, a sus personas. Allí siguen la mayoría de amigos, a quienes sólo superan en veteranía un par de amigas viven en otra parte.
Desde el principio tuvimos afinidad Alcalá y yo. Sus ilustres fantasmas me cuchicheaban al paso. La Casa de los Saavedra era para mí la de unos vecinos más, tan entrañable se me antojaba. Cervantina devota desde la lectura adulta del Quijote, nunca dejó de emocionarme su proximidad cotidiana.
Mi ocurrente amigo Nacho Lledó suele denominar a esta ciudad como “La república independiente de Alcalá”, y ciertamente tiene, al menos para mí, mucho de singular. En el tránsito por sus calles descubrí sorpresas, delicias y también, claro está, amarguras. Las paseé unas veces cabizbaja y otras con aplomo. Tengo recuerdos de horas tristes, absurdas, pero también de las más portentosas y felices que entresascar puede mi memoria.
En Alcalá ha tenido lugar el mayor proceso alquímico que he experimentado nunca. Allí sigue parte de mi alma, allí seguirá siempre. La recuerdo, alborotada, extraña, suspendida sobre los abismos colosales de la desesperación, o apuntalada sobre la tierra de la esperanza. Firme en la serena paz de la reconquista, o rozando el eterno, en las puestas de sol abigarradas que desde mi balcón sin obstáculos, parecían siluetas de costas fantásticas y deshabitadas.
Desde el principio tuvimos afinidad Alcalá y yo. Sus ilustres fantasmas me cuchicheaban al paso. La Casa de los Saavedra era para mí la de unos vecinos más, tan entrañable se me antojaba. Cervantina devota desde la lectura adulta del Quijote, nunca dejó de emocionarme su proximidad cotidiana.
Mi ocurrente amigo Nacho Lledó suele denominar a esta ciudad como “La república independiente de Alcalá”, y ciertamente tiene, al menos para mí, mucho de singular. En el tránsito por sus calles descubrí sorpresas, delicias y también, claro está, amarguras. Las paseé unas veces cabizbaja y otras con aplomo. Tengo recuerdos de horas tristes, absurdas, pero también de las más portentosas y felices que entresascar puede mi memoria.
En Alcalá ha tenido lugar el mayor proceso alquímico que he experimentado nunca. Allí sigue parte de mi alma, allí seguirá siempre. La recuerdo, alborotada, extraña, suspendida sobre los abismos colosales de la desesperación, o apuntalada sobre la tierra de la esperanza. Firme en la serena paz de la reconquista, o rozando el eterno, en las puestas de sol abigarradas que desde mi balcón sin obstáculos, parecían siluetas de costas fantásticas y deshabitadas.
Salir a pasear una mañana festiva por el casco histórico era para mí, aparte de un lujo, una aventura de la que no sospechaba nunca el final. Un día hallaba la Calle Mayor repleta de caballos, yeguas, percherones, carruajes, perros de todas las razas -nunca gatos, que cualquiera los sujeta-, conejos, hámsteres, periquitos, cacatúas, loros, tortugas y algunas otras criaturas que no alcanzo a recordar, aprisco de San Antón incluido. Otro las ocupantes eran estatuas vivientes, y otro cualquiera los pintores con sus caballetes y óleos inmortalizando la vida bajo los pórticos vetustos. Reiteradamente mis pasos se dirigían al Museo Arqueológico. A veces justo cuando iba a entrar escuchaba una voz atiplada a mi espalda, en la Plaza de las Bernardas, al grito de:
-¡Majestad!
Entonces me volvía para comprobar que el dueño de la voz no era otro que Cristóbal Colón, saludando a Isabel la Católica. Eso sí, ante un nutrido grupo de turistas de los que nunca está falta la ciudad. Había entonces -y habrá hoy-, diversas rutas dramatizadas que empezaban a estilarse por entonces, y no sólo cervantinas. Dedicada a Quevedo había una, y de las antiguas andanzas estudiantiles en la vieja universidad otra, y bastante divertida.
Y ya que estamos con estudiantes, una vuelta a la Universidad de Alcalá de Henares, que tiene una fachada plateresca del siglo XVI, diseñada por Rodrigo Gil de Hontañón, que maravilla por su equilibrio y belleza. Ha sido replicada varias veces en el mundo. Recuerdo como ejemplo la fachada del Teatro Nacional Cervantes de Buenos Aires.
Al salir del museo, buenamente podía encontrarme según las fechas, a doce o quince costaleros ensayando en chándal, aguantando bajo una carroza sin santos, con bolsas llenas de piedras en la cubierta para asemejar el peso que tendría ya con las imágenes encima. La cuadrilla de esforzados marchaba a golpe de música enlatada, a paso gateao, precedidos por su capataz.
Antes de comer, si mediaban a favor el cronos y el kairós, bien podía pasarme en visita relámpago por La Quinta de Cervantes, para echarle un vistazo a la exposición de turno.
De regreso a casa, solía detenerme un instante ante la pintura mural que está junto a La Panadería, local de nombre engañoso, pues se trata de un bar de copas. Así se llama porque antes era lo que hoy sugiere, y porque lo quiso el holandés que supongo, seguirá regentándolo. Siempre contrataba al mismo artista callejero, un joven de nombre Diego, ya muy respetado hasta por los vándalos. La última pintura que admiré era una recreación futurista del cuadro de Rembrandt “La Ronda de Noche”, que estuvo pintando con aerógrafo durante casi un mes. Hace poco fui por allí, y todavía quedan restos, al cabo de los años, de la obra de arte. Rezuma sátira antibelicista, humor ácido, con alegato poético lopeveguiano incluido, y raudales de talento.
Y así llegaba a casa con los sensores atiborrados, buen apetito, y el espíritu repleto. Especialmente si era primavera y el campo colindante a mi barrio estaba lleno de amapolas, como en esas fechas sucedía cabalmente.
Es difícil explicar la conexión con algo que parece neutro, inerte, ajeno al crucigrama vital que reta cada día, desde sus coordenadas sin descifrar. Percibía mi historia integrada en el paisaje, en la arquitectura, en los cielos increíbles de sus plazas crepusculares, recortadas a base de cúpulas y siluetas de cigüeñas. Escuchaba la vida repicando en mis tacones contra los adoquines, retando a duelo a los campanarios, pasando páginas desgastadas y estrenando las nuevas. Cincelando golpe a golpe el presente, con todas las consecuencias.
Alcalá de Henares fue paraíso, infierno, inspiración, Tíbet, caja de Pandora, tiempo unas veces perdido y casi siempre intensamente vivido, reserva de amigos, dolor, trampa, liberación, alegría, mi mentira y mi verdad. La explicación práctica de lo indisoluble.
Mariaje López.
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Es muy bonito cómo describes la ciudad en la que ahora me ha tocado vivir a mí. Yo sólo llevo unos meses, pero sé que estaré aquí por un buen tiempo. Ojalá acabe añorándola como tú lo haces. Enhorabuena por tu sensibilidad y tus recuerdos.
ResponderEliminarGracias, te deseo una feliz estancia. Aunque no son buenos momentos para ningún sitio, a veces la historia personal no corre paralela con los tiempos. Pasa.
ResponderEliminarUn abrazo.
Es este articulo algo que a mi, que soy alcalaína, me hubiera gustado escribir. Mil gracias Mariaje López, tal cual describes la ciudad de mis amores. Un abrazo, Cristina Penalva
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