Fue hace seis años. Viajábamos por
Teruel sin concretar destino, pasamos por un túnel no muy largo. Del otro lado apareció la magia. Había anochecido sobre las faldas de la montaña encantada, el pueblo prendido de las rocas con sus broches de luz salpicando un escenario de leyendas medievales. Sé que quise amanecer en aquel sitio y comprobar si a la luz del sol seguía siendo tan bello. Deseo cumplido: desperté en
Albarracín. Y no me defraudó.
Allí nos quedamos a dormir; en realidad era nuestro destino, una sorpresa que mi pareja quiso regalarme. Lo celebramos cenando en la terraza colgante del restaurante de
Los Palacios, sobre el río
Guadalaviar. A pesar del tiempo transcurrido recuerdo bien el menú, y no solamente la letra; de aquella noche inefable puedo reproducir hasta los sabores: ensalada de la casa, pollo al chilindrón
, postres caseros: flan de queso y trufas de chocolate que se perdían jugando al escondite en el paladar. Así comenzó mi primera visita al antiguo reino de taifa de los
Ibn-Racin.
Pasaron aquellos dias a las arcas del tesoro que llena el recuerdo. Hace dos viernes volvió Paco del trabajo y me preguntó: ¿Vamos a Albarracín? Me lanzó la propuesta sobre el teclado, que es donde suele encontrarme cuando llega, y tardé dos minutos en apagar el ordenador.
Dejamos al Tom-Tom elegir caminos; le dijimos, eso sí, que nos evitara peajes. Fue una elección afortunada. Nos llevó a descubrir llanuras inabarcables de patchwork cultivado, paisajes con vocación de infinito, horizontes casi marinos, a no ser por la apariencia firme de las tierras cobrizas y las praderas aterciopeladas.
Siempre me ha parecido, y más desde que estuve en el desierto, que las almas que crecen en tales amplitudes, mal deben soportar el encierro en que puede convertirse la gran urbe. Una gaditana me lo confirmó una vez: "Esto de salir a la calle, y no ver el mar de fondo... es como una asfixia".
En el reproductor de audio sonaban los Seventeen Seconds de The Cure cuando pasábamos por Rillo de Gallo, y vimos una casa con firma: podría haber sido de Gaudí, pero era de Juan Antonio Martínez Moreno, un artista del hierro y la piedra. La casa sin terminar; no sé el tiempo que llevará haciéndola. Claro está que había que parar y hacer fotos.
No muy lejos un cartel anunciaba un castillo. Nos desviamos de la ruta del Tom-Tom para encontrarlo. Y fue el segundo hallazgo del viaje. Nunca habíamos visto un castillo como el de
Peracense. Asentado sobre un desfiladero, dominando un valle de gran belleza, emerge la fortaleza de piedra ródena, tan abundante en la zona, y que le otorga ese color rojizo característico. Merece la pena recorrer los 4.000 m
2 de su planta, y sus tres niveles de altura. La vista panorámica es imponente.
Cuando llegamos a Albarracín, nos alojamos en la única habitación libre que quedaba en
La Casa del Tio Americano. El tal no era otro que Ramón Giménez, apodado así por haber pasado gran parte de su vida en América.
En Albarracín, cuando cruzas los cincuenta, te cae el apellido "tio" seguido del mote correspondiente; y el Tio Americano tenía dos: el segundo era El Gato, por sus ojos azules, que destacaban como los de un felino sobre la piel curtida del pastor. Sus descendientes, Mari Ángeles (la del Molino), y Miguel (el de Los Gatos), aplicaron este nombre al café-galería que también regentan. El Molino del Gato tiene buenas razones para llamarse así, pues el local es un molino familiar que sigue batiendo sobre el río desde que empezara a hacerlo, en el siglo XVI. Al entrar es posible caminar sobre las aguas a través del grueso cristal del pavimento. Nunca sabrás qué artistas hallarás en las paredes, que sirven de escaparate a cuantos creadores las solicitan.
Son buena gente estos maños. Te recomiendo su casa si buscas encanto en el reposo. Te darán la bienvenida con Frutas de Aragón y cava, te alojarán en una habitación limpia y agradable, con un set de baño que escatiman hoteles de más estrellas. Si el tiempo acompaña, junto al coqueto saloncito, puedes disfrutar de una terraza natural con vistas al río, para desayunar. Luego ya podrás recorrer el paseo fluvial, pues merece la pena, aunque te aviso de algún tramo complicado. Lleva calzado firme.
Nos quedaban más sorpresas. En la recepción del hotel nos dicen que el pueblo está lleno de gente porque se celebra un
Encuentro Intercomarcal de tambores, bombos y cornetas. Una multitamborrada en toda regla, vamos. Menuda marcha, ni los carnavales de Río. Toda una experiencia.
Después una vuelta por el pueblo, salida hacia el río, y una cerveza en El Molino del Gato. Un último paseo por las calles tranquilas, bajo la fina lluvia que bendice el día y pasa página.
En Albarracín, donde los gatos son centinelas de las cuestas, y la luna se asoma por callejones estrechos. Donde para entrar hay que cruzar un túnel, que dicen, y dicen bien, que es el
túnel del tiempo.
La primera vez que estuvimos en Albarracín entramos en el
Museo de la Forja, donde pudimos admirar la obra de
Adolfo Jarreta, artista reconocido internacionalmente, y a quien se deben muchos de los trabajos que pueden verse en las calles de Albarracín. Sus
aldabas de lagartija son célebres. Allí nos enseñaron a distinguir la forja artesana de la industrial, lo que no siempre es tan sencillo como parece.
También visitamos por entonces el Museo de Juguetes, fuera del casco histórico. Sencillamente entrañable recorrer esta casa de dos pisos y desván, y revivir las tardes de juegos con los recortables, los trenes, los teatrillos, los soldaditos de plomo, las muñecas, el Exín Castillos, las casitas de muñecas, y un sinfín de piezas tan curiosas como evocadoras.
Nos ha faltado esta vez visitar el mayor Parque Temático del mundo (si, del mundo), de Máquinas de Asedio de la Antigüedad. Es una buena excusa para la tercera visita. Esperamos tener suerte y encontrarnos ese día a Rubén Sáez, a cuyo estudio, pasión y esfuerzo se debe esta iniciativa.
Como siempre hay cosas por descubrir, de vuelta a casa nos encontramos algunas:
La Laguna de Taravilla, quieta entre los montes, solemne, especular, rebosante, desbordando el muelle que sólo se adivinaba, a cuatro palmos sumergido bajo el agua; inundado el merendero, encharcados los aledaños y las vallas.
Una inmensa piscina natural a los pies de un puente, en Cañamares.
En el mismo Cañamares, sin saberlo, nos encontramos cruzando La Ruta del Mimbre; con sus valles de color púrpura sembrando kilómetros, en una fiesta cromática de multitud de lanzas enhiestas, o arracimadas en pirámides que me recordaban los poblados indios de los western. De Cañamares sale el 80% de la producción nacional de mimbre. Dicen los que lo han visto, que en su momento, la explosión roja de los valles puede compararse al estallido blanco del Jerte.

Y mucha naturaleza: hermosa, sagrada, poderosa, caritativa, a menudo profanada, siempre magnífica, y lo que más me turba; tan humilde en su grandeza. No extraña que, aún considerando la equidistancia, haya tanto suicidio en las ciudades. En el corazón de
Gaïa todo tiene su lugar, todo encuentra su sentido. Es difícil desear la muerte cuando estás siendo conmovido por una gran belleza. Ningún absurdo convencimiento humano puede sobrevivir a su rotunda y simple grandiosidad. Todo lo demás se hace pequeño, se resitúa en el nimio trecho que le corresponde, y el alma en ese trance puede ensanchar sus límites sin ataduras.
Mariaje López.
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