Cada día el viajero desdoblaba el mundo a su antojo, de su mirar brotaban palomas, etéreas masas de tierra que volaban junto al tren, costas abruptas de olas espumosas rompiendo en el azul, desiertos y bosques encantados. Desde la ventanilla se erigía en hacedor de mundos, y avanzaba seguro, dejándolo todo atrás.
Al anochecer bajaba nuevamente al suelo de la realidad y tornaba a su miseria, la de un pequeño iluso varado en el andén, sin más afán ni rumbo que la noche oscura, sin más destino que la soledad. Y arrastraba otra vez, lúgubre y manso, el peso del alma ya vacía, hasta que por la mañana cambiase unas monedas por otro billete, y su indigencia por la creación. Suyo y solamente suyo era aquel mundo efímero, pero glorioso, que cada día entre estaciones, jugaba a inventarse desde el tren.
Mariaje López.
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