Los tacones rasgando la acera en el silencio
poco transitado de la callejuela. Lleva tiempo caminando a solas, y desde hace un
rato escucha otras pisadas a su espalda. Le extraña que lleven siempre la misma distancia, sin acercarse más... ni
alejarse. Ninguna persona camina al mismo ritmo que otra, a no ser que sea
deliberado. Se volvería a mirar, pero si lo hace, delatará su inquietud. Si
quien avanza tras ella es alguien inofensivo, se burlará de sus temores; y si
por el contrario hay motivo para desconfiar, un gesto tan evidente precipitaría
los acontecimientos. Ha detectado en el otro una leve cojera.
Es mejor actuar con cautela, asegurarse. Debe ralentizar
el paso, o apresurarlo. Sí, mejor eso. ¿Y cambiar de margen? No. No tiene
sentido: el otro lado carece de acera y el sol pica como un escorpión. Sería un
acto explícito, tanto como volverse a mirar.
Acelera el paso, y escucha las otras pisadas,
siempre guardando idéntica distancia. Calcula que les separan unos quince pasos.
Ha imaginado a un hombre de rostro siniestro. ¿Sería distinto si la siguiera
una mujer? No debía confiarse en ningún caso.
La calle le parece infinita. La vía se abre a
un descampado que separa la ciudad vieja de la nueva. Salpican ese extenso
tramo, como amantes dispersos, algunos árboles renegridos, la caseta abandonada
de una obra y el cementerio. Nota la lengua áspera y el ajustado vestido de
fina tela se le adhiere a los muslos sudorosos.
Un hombre alto, vestido con camiseta sin
mangas y bermudas vaqueras se acerca de frente. Ella libera un suspiro
silencioso, y cuando el hombre de las bermudas pasa por su lado, finge
tener arenilla en el zapato. Se descalza y lo golpea ligeramente para
vaciarlo. Ahora quien la sigue no tendrá más remedio que seguir avanzando
y ella podrá mirar sin levantar sospechas. Pero siente un escalofrío cuando los
pasos se atrás también se detienen.
El hombre de las bermudas, creyendo que es él
quien interrumpe el paso al extraño, se lo cede con una sonrisa. El supuesto
perseguidor no tiene más remedio que adelantarse y eso da ocasión a su supuesta
perseguida para observar con disimulo el rostro velado por unas gafas oscuras y
una lacia melena. Resulta difícil definir su sexo. Sus andares denotan cierta
feminidad, en tanto que las hechuras parecen las de un hombre más bien escuálido.
A medida que lo ve alejarse se tranquiliza. Se sonríe incluso, burlándose de
sus propias paranoias.
Deja que se aleje más, por precaución, pese a
que ya se siente más tranquila. Suena el celular: un mensaje irrelevante de
alguien que pretende venderle algo con machacona insistencia. Lo guarda sin
responder y avanza despreocupada, una vez desaparecida la amenaza. Tiene la
boca reseca, y se resuelve a tomar una cerveza helada en el primer bar.
Deja atrás la necrópolis y su coro de
chicharras. Entonces vuelve a escuchar los pasos a su espalda y a la misma
distancia que antes. Y esa cojera…
No puede más; se detiene y da media vuelta. Se
queda mirando aquel rostro de cuencas vacías, como si alguien sujetara los
hilos de su cuerpo ya para entonces desmadejado y presa del pánico. El hombre
—o la mujer— sin ojos pronuncia su nombre. La agarra del brazo y la conduce de
regreso al cementerio.
Una luz brillante los envuelve al atravesar la
verja, y ella comprende al fin. Ya es tarde para llorar por la vida malgastada.
Mariaje López © Tu escritora personal por Mariaje López se encuentra bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial.
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