Como tantas noches de verano, desgasto la tumbona en alguna parte del jardín, bebiendo a sorbos la última tisana del día, que sabe a regaliz. La cigarra que se instaló esta tarde en una rama del cedro, atronando el patio, se ha mudado a un jardín vecino, y ahora su carraquilla parece dulce y melódica.
Ya no hay gorjeos de pájaros, ni zumbidos de abejas. Los pocos ruidos mecánicos que por el día perturban la cadena apacible de las horas, de noche callan como gatos al acecho. Silencio oscuro de amarillentos halos flotando entre las macetas, el oasis levantando misterios parcialmente revelados. El jardín nocturno que nunca duerme espera a sus noctámbulos moradores. Los caracoles aprovechan para salir a comer. A veces hay que llevarlos al campo para dar un respiro a las plantas.
El jardín es el alma de la casa. Lo he visto crecer, transformarse, amoldarse a nuestra imaginación. Poco a poco se ha provisto de rincones sencillos y acogedores, que para nosotros están llenos de encanto, donde antes solo había maleza y caos. Con todo no ha perdido su corazón salvaje. No es un jardín ostentoso, ni elegante; ni siquiera puede decirse que sea un dechado de armonía. Hay en él mucho elemento reciclado, disparejo, incluso hay alguno fuera de contexto. Carece por completo de un cuidado diseño previo.
Es en esa anarquía que bordea el equilibrio, donde curiosamente brilla su carácter y reside su atractivo. Esa almita natural que moldea el espacio y evoluciona en el tiempo, refugio de aves, de pequeños reptiles comedores de insectos, infinitud de éstos, una tríada de ranas... en fin, una multitud de especies que cada día y cada noche renuevan sus rutinas vitales. Y entre todos ellos los reyes de la jungla, ese par de felinos que campan a su antojo y que nos han adoptado como mascotas.
Y este jardín con alma, con personalidad caprichosa, a un tiempo individualista y complaciente, es lo que me enamora; porque hay en su recorrido una gran parte del nuestro. Sobre todo de ese que Paco y yo tenemos en común, y en el que nos sentimos reconocidos a medida que el jardín se mimetiza con nosotros y nosotros con él.
Sumergidos en este reducido mundo, al abrigo de sus rincones, nuestro corazón encuentra el reposo que anhela, y escucha los sonidos propios que ama y agradece.
Durante la mayor parte de mi vida no he dispuesto de un jardín, pero siempre he logrado crear un pequeño mundo aparte: en una terraza grande o en un balcón pequeño, en el alféizar de una ventana, en una esquina soleada de la casa donde cupieran cuatro macetas.
Tú también puedes. Siéntate en tu espacio con esa óptica, degusta una taza de té o una cerveza helada, llévate una libreta y un bolígrafo, o un libro. O nada. Quédate a solas con tu mundo verde y dedícate quince minutos. Descubrirás que en esa burbuja siempre es época de vacaciones.
Tú también puedes. Siéntate en tu espacio con esa óptica, degusta una taza de té o una cerveza helada, llévate una libreta y un bolígrafo, o un libro. O nada. Quédate a solas con tu mundo verde y dedícate quince minutos. Descubrirás que en esa burbuja siempre es época de vacaciones.
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