martes, 4 de septiembre de 2018

Beatricia: Capítulo 1 —La noche en blanco— Parte 2


A manera de pequeño regalo, iré poco a poco dejando aquí el prefacio y los tres primeros capítulos de Beatricia, con ánimo, no lo niego, de incitarte a proseguir el viaje.



CAPÍTULO 1

La noche en blanco —Parte 2—


La fuente de la puerta de Aguadores estaba iluminada. Desde la esquina del convento de las carmelitas se oían los tamboriles anunciando el performance multitudinario de las 19:00 en la plaza Mayor. El cohete que preludiaba el comienzo del acto sorprendió a Liena en el callejón de Santa María, a espaldas de la capilla del Oidor, desde donde alcanzaba a ver la plaza. Todo quedó en silencio; solo las cigüeñas en lo alto de las espadañas se negaban a callar. Como todos los demás, la joven se quedó inmóvil: la mano izquierda en el bolsillo de la cazadora, la derecha suspendida en el aire, alzada levemente la barbilla, el semblante serio, la mirada estática y perdida entre la muchedumbre. Una perfecta efigie polícroma en el balanceo de un paso. 

La plaza de Cervantes es un lugar tranquilo a ciertas horas; con más frecuencia, bullicioso; un punto de encuentro entre parque y ágora. En el centro hay una estatua del autor del Quijote, fundida en bronce y plantada en el corazón de la ciudad hace más de un siglo, y, a su izquierda, cruzando la calle, está el Corral de Zapateros, un teatro tan viejo o más que el Globo de Londres, y que esa noche abría hasta la madrugada. A sus puertas, una larga fila de curiosos esperaba su turno para la visita en gran diversidad de poses tan glaciales como requería el evento. Hasta los niños, bien aleccionados, participaban del juego. Liena se fijó en uno que miraba al cielo subido en los hombros de un hombre joven. “El puñetero ni respira, ¡qué gracioso!”. La propuesta de los organizadores era batir el récord de París: un mes antes, los parisinos congelaron una plaza durante un minuto; así pues los alcalaínos paralizarían toda la ciudad vieja durante dos. Un hombre pululaba entre la gente murmurando algo, desconcertado. El segundo petardo señaló el término de la apuesta, y el mar de estatuas recobró su alma y su estrépito. 

La melena rubia de Maica destacaba en un pequeño grupo junto al Quiosco de Música. No esperaba verla acompañada aquella noche, por eso la presencia de los dos chicos la sorprendió. Su amiga era dos años mayor que ella, pero también más inmadura. En la manera de comportarse, Liena parecía muchas veces la mayor. Sobrellevaba con paciencia las locuras de Maica, divertidas por lo general, aunque de vez en cuando se pasaba de rosca; y quedar con gente aquella noche, y sin advertírselo, le pareció de mal gusto. Desde la distancia reconoció enseguida a uno de ellos, el otro estaba de espaldas. El primero servía copas en La Tertulia, y se daba la circunstancia de que era el vecino de arriba de Maica. Ella ocupaba un estudio por cuenta de sus padres, y él, una buhardilla pagada con su sueldo de camarero en los fines de semana. Su familia ―argumentaba el joven― ya hacía bastante con costear sus estudios. Daniel era correcto y poco hablador, gustaba a la clientela del bar y su jefe estaba contento con él. En la Universidad Politécnica, donde estudiaba, no lograba pasar inadvertido, pese a su carácter discreto. De facciones algo duras, sus modales en cambio eran dulces y gentiles. Cuando sonreía ― gesto que solía prodigar mientras escuchaba― lo hacía mirando a los ojos y luciendo una perfecta dentadura. Su sonrisa adquiría un matiz inquieto cuando Liena entraba en La Tertulia al lado de Maica. Aquellos ojos rasgados de mirada triste lo cautivaron desde el primer día, y la atracción iba en aumento, pero ella no daba ninguna muestra de interés por él. Obtuvo de su amiga y vecina alguna información que completaba sus impresiones, y decidió actuar con prudencia. Un colega le dijo que esta táctica le haría perder oportunidades, pero él objetó que, por el contrario, le había evitado muchos sinsabores. 

El otro joven que hablaba con Maica era Roberto, el hijo primogénito de un notario de Madrid. Tan apuesto como engreído, invertía gran parte de su tiempo en amoríos fugaces, restándoselo al que debía al estudio. Poco ducho en el manejo de la frustración, eludía a las féminas indomables, y prefería siempre cortejar a muchachitas ingenuas y soñadoras. Las juzgaba presas más fáciles de atrapar, y también ―y esto era importante― de soltar. Su especialidad eran las redentoras vocacionales, esas que con su sacrificio esperan retirar a un granuja del escaparate. ¡Cómo se burlaba de ellas! Entre ese grupo de salvadoras se hallaba Maica, bastante menos ingenua, pero mucho más antojadiza. Aseguraba estar colada por el guapo aspirante a abogado que parecía empeñado en no serlo nunca. Con Liena, aparte de lo de la fuga, no hablaba de otra cosa. Pero Roberto no mordía su anzuelo y su capricho pasó a ser obsesión. Planificaba toda clase de encuentros ―supuestamente fortuitos―, y era capaz de hacer cualquier cosa para atraer su atención. La cita de esa noche formaba parte de su repertorio estratégico, y esta vez el joven aceptó la invitación por no contar en ese momento con un plan mejor. Maica no era su tipo, pero era muy guapa y el sueño de muchos galancetes. “Me he divertido bastante con la persecución, pero me cansa. Voy a desechar el material ―le dijo al espejo―, pero antes habrá que echarle un vistazo… ¡Ya que estamos!”. 

Roberto y Daniel se habían tratado lo bastante para comprender que nunca llegarían a ser grandes amigos. El primero tenía al segundo por un sosaina, y este al primero por mequetrefe, pero allí estaban los dos, convocados por Maica, y cada uno por sus propios motivos. Ella charlaba animada y movía las manos con gracia, irradiaba alegría. El pelo le caía sobre los hombros en densos rizos de tono cerveza, y ni siquiera las finas gafas, que enfatizaban el tamaño de sus ojos color aguamarina, estorbaban a su estampa de venus renacentista. Parecía tan inmune y transparente… tan segura. Solo los más íntimos reconocían la impostura de su tono indolente, su miedo a ser herida, su insatisfecha hambre de afecto y su creencia escondida de no merecerlo. Todo lo que justificaba su predilección por cierta clase de chicos: aquellos que no podían amarla. El saldo emocional de sus relaciones, siempre en números rojos, afianzaba sus creencias autodestructivas y la empujaban cada vez más a representar un papel con el que enmascarar su detestada insignificancia. A la única que no había logrado engañar era a Liena. No era muy extraño; la tristeza puede ser un microscopio para observar el mundo. Desde el borde de su pena divisó la verdad de Maica. La encontró vulnerable una vez libre de artificio, y por eso la quería, aunque en ocasiones la sacara de quicio. 

―¡Hola, guapa! ¡Te has perdido el flashmob! ―exclamó la venus. La recién llegada forzó media sonrisa. 

―Justo asomaba por el callejón. 

―¿Ha estado chulo, eh? 

―Sí. 

―Te presento a Roberto, un amigo de la universidad. ―El guaperas se inclinó para besar a Liena en la mejilla―. Y a Dani ya lo conoces, aunque fuera de la barra despista ―soltó una carcajada. 

―Un placer ―dijo el presentado con una sonrisa, y también le dio dos besos―. Tenía ganas de conocerte fuera del trabajo. 

―Yo no cambio mucho ―respondió áspera, dirigiendo una mirada de reproche a su amiga, que prefirió no darse por enterada. Maica desplegó el programa de actividades de la Noche en Blanco: un tríptico a todo color donde, además de un mapa con las ubicaciones, se ofertaban más de trescientas actividades gratuitas. 

―Bueno, chicos, empiezan dos conciertos a las 19:30: uno para mover el esqueleto en la plaza de San Lucas, con Shut up & dance, y, en la plaza de la Estación tocaba un grupo… un momento… sí, Dreamslaves. ¿Lo conocéis? 

La estupefacción de Liena iba en aumento. La otra la ignoró deliberadamente. 

―Es un grupo local ―aclaró Dani―. A mí me gustan, pero son cañeros, no sé si... 

―¡Ajá! ―asintió el guapo con súbito desinterés. Consultó el programa y dijo―: Hay cuentacuentos. 

―Y teatro en la calle Mayor ―añadió la rubia―. La Máquina del Tiempo. Pinta bien. 

―A mí tanto me da ―contestó Dani―. Lo que sí os pido es que paremos antes a beber algo; estoy seco. 

―Yo también tengo sed ―dijo Maica―. Nos da tiempo. 

Vio que Liena se encogía de hombros con cara de fastidio, y comenzó a impacientarse. Para evitar la aglomeración de la calle Mayor, fueron por la menos concurrida Santa Úrsula. La rubia preguntó algo sobre fútbol y los chicos se enfrascaron en el tema: la estrategia seguía funcionando. Dejaron que las adelantasen. Al cabo de un rato, Dani miró atrás y observó que estaban sumergidas en su propia charla. Intuyó la jugada, y, en su deferencia, alentó la verborrea de Roberto para mantenerlo ocupado mientras ellas se decían lo que, por lo visto, necesitaban decirse a solas. Volvió a prestar atención a su interlocutor, aunque no podía evitar estar más pendiente de lo que sucedía unos metros por detrás. En varias ocasiones le habría mandado callar, de buena gana. Al entrar en la calle Escritorios, notó que el diálogo a sus espaldas subía de tono, como el entusiasmo hincha de Roberto, con lo que le resultaba imposible captar alguna palabra de la otra conversación. Parecía, eso sí, que las confidencias habían terminado en disputa, y eso lo preocupó: un enfado arruinaría la noche, una noche que él se prometía feliz. Se arrepintió de haber sido tan cortés; tal vez sus diferencias, cualesquiera que fuesen, se habrían disipado solas después de un rato de juerga y unas cañas, sin necesidad de hablar. Si la cosa iba a más, ya podía despedirse de intimar con Liena, por lo menos aquella noche, y llevaba meses esperando una oportunidad así. 

Llegaron a la puerta del taller museo de Toro Bravo, un pintor extravagante, muy prolífico y levantisco, un mesías autoproclamado servido de años e inusitadamente charlatán. Liena lo conocía de vista desde pequeña, siempre con la melena rondándole la cintura y barbas a lo Rasputín. “Toro Bravo, Toro Bravo: mucho pelo y poco rabo”, le cantaban los chavales, y a él eso le hacía gracia. El hombre se mantenía en forma a base de verduras, mejor crudas, y practicando el yoga y la meditación, dejando que su imaginación se precipitase en un vértigo de doscientas revoluciones por minuto. 

Una vez las autoridades municipales le ofrecieron exponer fuera de su taller abarrotado. Hablaron de crear un museo monográfico para su obra, y estuvo a punto de aceptar, pero se negó al cabo porque no le apetecía convertirse en un juguete ni que nadie tomara el control de sus obras. “Prefiero hacer lo que me dé la gana, aunque sea gratis”. Así se lo manifestó a una reportera que quiso plasmar en su artículo la parte más sincera y menos conocida del artista. En las entrevistas, por lo habitual, primaba la chanza: se buscaba carnaza y espectáculo, y Toro lo ofrecía a raudales. Si ellos se reían, tres veces más se divertía él. “Lo de pintar es una tapadera; tengo que hacer algo para no aburrirme porque la inmortalidad da para mucho”. Y no era una metáfora; lo decía en serio y además lo razonaba. Se quejaba de que Dalí le había perjudicado mucho autoproclamándose divino porque él, de sí, venía a decir lo mismo: “Ahora nadie me toma en serio y me creen tan chalado como ese”. Pese a su imagen de ermitaño, era esposo, padre de seis hijos y abuelo. Su familia, orgullosa, lo definía como un buen hombre: “Tiene sus cosas, ¿y qué?, para eso es un artista”. Y él, reconfortado, seguía entregando perlas memorables: “Dadme tontos eternos y no sabios muertos”. Amén. 

El museo estaba abierto y ofrecía una buena excusa para dar tiempo a las chicas. “De perdidos, al río”, concluyó Daniel. 

―¿Os importa que echemos un vistazo? 

―Vale ―accedió Roberto―. ¡Este tío es un flipado de la hostia! 

―Sospecho que no está tan loco como parece. 

―Ahí te equivocas. ―Soltó una carcajada―. Loco, no… Lo siguiente. 

―Me fumo medio pitillo y vamos ―dijo Maica. 

―¿Seguro? ¿No os importa? ―insistió Roberto. 

―No, no, de verdad. 

Liena aguardó ceñuda a que su amiga prendiera un fino cigarro de color marrón. 

―Esperaba que lo entendieras ―dijo guardando el mechero. 

―¿Entender qué?... ¡Ah, sí! ―Chasqueó los dedos, irónica―. ¿Que me dejas tirada? ―Resopló―. ¡Muy fuerte, lo tuyo! 

―¡Oye, no te lo tomes así! No creo que sea tan terrible retrasarlo un día. 

―¡Tengo un billete de autobús! ¿Recuerdas? ¡Retrasa un día tu puñetero rollito! 

―¡Sabes lo que me ha costado quedar con él! Hasta hoy no me ha dicho que sí, y ha sido a última hora. No he tenido tiempo de avisarte. 

―¡Pero sí has tenido tiempo de avisar al camarero para endosármelo! 

―¿Endosártelo? 

―Sí. Y repito, lo podías haber dejado para otro día. 

―¡Si ya te he explicado que mañana mismo sale de viaje! Por eso hemos quedado hoy. 

―¡Me parece estupendo! ¡Te recuerdo que yo también salgo de viaje mañana! 

―Mira, sé razonable. ―El cigarro tremoló en los dedos nerviosos―. Has esperado varios meses, ¿qué te importa un día más? Lo de Roberto, en cambio, es esta noche o nunca. 

―¿Nunca? ¡¿Pero qué dices?!... ¡Volverá dentro de dos semanas! 

―¡No entiendes nada de nada! Ignoraba que fueras tan egoísta. 

Liena se quedó boquiabierta. Iba a responder algo, pero se frenó. Maica estaba obcecada y por las bravas lo tenía todo perdido. Cambió de estrategia y atacó otro flanco. 

―¿En serio crees que por irte a la cama con él se va a colar por ti? ¡Venga, no te flipes! Eso lo tiene cuando quiera. ¿Es que no lo ves? 

―¡Precisamente! ―Tensó el entrecejo y un brillo de alarma agrandó su mirada―. Si no soy yo, será otra; y si resulta que esa otra le gusta mucho, habrá pasado mi oportunidad, al menos durante un tiempo. O quizá ella sea la definitiva y yo lo pierda para siempre. Cada una que se me adelanta es un peligro; me pregunto por qué no lo entiendes. Roberto me importa mucho. 

―¡Vamos ya! ¡Lo que hay que oír! Desde luego, me queda claro que te importa bastante más que yo. ―La rubia no supo quι alegar―. Pues vale, reina, me parece muy bien. Ya veo que puedo fiarme de tu palabra… ―Volvió la cara, despechada―. ¡Ten amigas para esto! 

―Te pido un día más, Nita ―rogó en tono conciliador―. De verdad… ¿qué importa un día cuando has esperado tanto tiempo? 

―Liena apartó con rabia la delicada mano que descansaba en su hombro. 

―¡Vete a la mierda! Si vuelvo a entrar en mi casa no reuniré fuerzas para hacerlo otra vez. ―Se le humedecieron los ojos y notó que las miraban―. Prometiste ayudarme ―dijo con voz temblorosa. 

―¡Y te ayudaré, maldita sea! ¿Acaso he dicho que no lo vaya a hacer? ¡Solo te pido retrasarlo un puto día! 

―¿Es tu última palabra? 

Maica rehuyó la acusadora mirada hasta que tuvo fuerzas para enfrentarla. Se sintió traidora, pero no cedió. Su deseo era más fuerte que su lealtad. 

―Lo siento, Nita. 

Liena meneó la cabeza, exhaló un suspiro y echó a andar hacia la plaza de los Santos Niños, luego cambió de idea y giró dos veces hacia la izquierda para sumergirse en el bullicio de la calle Mayor. La rubia desechó el cigarro y con gesto irritado se adentró en el taller de los prodigios, donde Toro Bravo disertaba veloz, en tanto que Roberto lanzaba de vez en cuando preguntas maliciosas. 

Había entrado allí con el único propósito de divertirse un rato, y poco o nada le interesaban los lienzos. Por el contrario, Daniel escuchaba con cierto estoicismo porque admiraba al artista, aunque no comulgara con su discurso. Le fascinaba su portentoso mundo lleno de color, rebosante de símbolos propios. Percibía en las obras las diferentes etapas, las obsesiones, la depuración de la técnica. Y le intrigaba el hombre: al menos en apariencia era libre y feliz, vivía como le daba la gana y, hasta donde él sabía, sin perjudicar a nadie. Aunque solo fuera por eso, el viejo ya contaba con su simpatía y respeto. Estaba convencido de que algún día, quizá cuando ya estuviera muerto ―aunque, según Toro, eso no iba a ocurrir―, su obra sería reconocida y valorada debidamente. Miró de pasada a la joven que entraba, sin interrumpir por ello su explicación sobre el proceso de la fabricación de soles que, por lo visto, conocía al dedillo. Dani se alarmó al verla entrar sola. 

―¿Liena? ―preguntó en voz baja. 

―Ha tenido que marcharse. 

La noche se disolvía para él como un azucarillo en caliente y perdía todo su interés. 

―¡Oh, qué lástima! ―exclamó Roberto. 

Era un comentario trivial, pero la decepción en su rostro revelaba más frustración de la que Maica hubiera considerado razonable. A Daniel tampoco le pasó desapercibido. 

Aprovecharon, para despedirse, una pausa discursiva de Toro, figura escasa en sus retahílas, ya que un perfecto control de la respiración le permitía despreciarlas. 

―O es inmune a la asfixia o tiene la capacidad torácica de una ballena ―dijo Roberto nada más salir―. ¡No respira! 

―–Al final va a resultar que sí es inmortal ―contestó Daniel. Llegaron enseguida al Pepe Pasión, cruzando la plaza. Sobre la fachada de la Iglesia Magistral se proyectaban textos del Quijote en caracteres barrocos. Maica se sintió aliviada al comprobar que el local estaba abarrotado y ello haría difícil la conversación, dándole margen para elaborar una excusa convincente. Por nada del mundo deseaba que ellos supieran el motivo del altercado, eso la dejaría en evidencia. 

En la pantalla, el grupo Dinarama, con una Alaska galáctica de cráneo medio rapado, interpretaba su gran éxito Ni tú ni nadie, lo que hacía muy complicado mantener los pies anclados al suelo, aunque el resto del cuerpo solo pudiera oscilar rítmicamente varado en la apretura. Dani se ofreció a traer bebidas, y le encargaron dos cervezas. En cuanto se alejó, Roberto, obligado por el ruido casi a gritar, no esperó más para interrogar a Maica. 

―Bueno, ahora dime qué ha pasado. 

Ella lo miró inexpresiva; advirtió su impaciencia, pero aún no sabía qué contar. Tartamudeó algo que él juzgó inverosímil. Las aclaraciones lo empeoraron y en el intercambio de frases confirmó que su galán estaba interesado en su amiga. Eso la enfureció, y Roberto amenazó con irse. 

Los camareros iban de un lado a otro de la barra con presteza, mientras Dani aguardaba que le sirvieran las bebidas que había pedido. En cuanto se tomara la cerveza se despediría con alguna excusa. “Al fin y al cabo, estos preferirán no llevarme de cesta”. Tenía claro que su presencia solo fue requerida para acompañar a Liena. Además, si la tal seguía pululando por ahí, con un poco de suerte hasta podría encontrarla. Regresó con las bebidas, esquivando a los danzantes con la soltura propia de un barman. Encontró a Maica sola. 

―¿Se ha ido? ―Ella fingió despreocupación y se encogió de hombros. 

―Tocamos a cerveza y media ―contestó, arrebatándole uno de los vasos. 

―Bueno… ¿y qué hacemos? 

Notó que ella lo miraba de otro modo, como si lo estuviera acechando tras un escaparate; su aparente indolencia no lo engañaba, captó su desesperación. No fue capaz de dejarla así. Se imaginó a la chica de los ojos verdes caminando sola entre la gente, y esbozó una mueca resignada. Su vecina acabó la cerveza y le cambió el vaso vacío por el otro lleno destinado a Roberto, insinuándose, mareando las caderas al bailar, pegándose a su cuerpo. 

―Da igual… ―dijo rozándole el cuello con los labios―. 

Ellos se lo pierden… Lo pasaremos mejor nosotros solos.

(Continuará)

De la obra Beatricia: © María Jesús López Laderas
Ilustración de portada: ©
Edición: © M.A.R. Editor
Noviembre de 2016
http://www.mareditor.com
info@mareditor.com
ISBN: 978-84-944925-6-3
Depósito legal: M-14149-2016
Diseño de la colección: Absurda Fabula
Maquetación: Rojo Pistacho
Impreso en España

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