A manera de pequeño regalo, iré poco a poco dejando aquí el prefacio y los tres primeros capítulos de Beatricia, con ánimo, no lo niego, de incitarte a proseguir el viaje.
CAPÍTULO 1
La noche en blanco —Parte 1—
Diario de Alcalá, 14 de junio de 2012
La policía busca intensivamente a una joven desaparecida en el municipio madrileño de alcalá de Henares. La muchacha falta de su domicilio desde el pasado sábado, celebración de la última Noche en Blanco en esta localidad. El Cuerpo Nacional de Policía tiene activado desde el lunes un dispositivo de búsqueda en el entorno del río Henares a su paso por la ciudad complutense, y está rastreando pistas que conduzcan al hallazgo de Liena Toledo Martínez, de dieciséisaños y vecina de este municipio. La operación ha concluido a las 17:00 horas de ayer sin resultados positivos. Se han abierto nuevas líneas de investigación, y está previsto reanudar la búsqueda mañana viernes.
Dos varones de 19 años y una mujer de 18, amigos de la joven, han prestado declaración en comisaría. Afirma la madre que no sabe nada de su hija desde que el sábado 9 abandonó la casa. Al parecer iba a reunirse con dichos amigos en la plaza de Cervantes. Con toda probabilidad se desplazó a pie desde su domicilio, sito en la urbanización residencial Ciudad 21, hasta el lugar de la cita. Dos de los amigos —se habla de un tercero que también se halla en paradero oculto— declaran que “ella estaba algo nerviosa”. Al parecer tuvo una discusión con la otra chica, y se separó del grupo poco después. El segundo joven desaparecido se llama Daniel Galán, y también está siendo objeto de investigación, pues no se descarta que pueda tratarse de un secuestro. Apenas han trascendido más datos sobre las pesquisas. En el entorno de Daniel nadie encuentra explicación para el caso, y, según sus allegados, “es un excelente muchacho, incapaz de matar una mosca”.
Liena mide 1,60 metros y lleva el pelo corto, castaño oscuro con mechones rojos. Esa noche vestía cazadora y pantalón negros y camiseta de rayas. Calzaba botines oscuros sin tacón y portaba una mochila estampada en tonos grises. Fue vista por última vez en la calle Colegios, cerca de la plaza de los Santos Niños.
Daniel mide 1,72 metros, es moreno, de porte atlético, y fue visto por última vez en las inmediaciones del Teatro La Galera. Vestía camisa de cuadros y pantalón vaquero.
Se ruega a quienes puedan facilitar alguna información de interés que se dirijan a la comisaría más cercana o llamen al número 012.
***
Esteban contemplaba ensimismado las dos fotos del periódico. La de Liena era de mayor tamaño, y en ella destacaba el contorno firme de su rostro, inequívoca herencia materna. Los ojos, en cambio, eran como los de su padre: almendrados y verdes como el musgo húmedo, siempre con un brillo de rebelde tristeza. El pelo castaño oscuro descendía en escalones de picos rojizos hacia la mandíbula, y terminaba justo antes de alcanzar la espalda. La nariz era una fina pendiente recta que conducía las miradas hacia los labios carnosos, que se empujaban el uno al otro para lograr el trazo forzado de una sonrisa. Debajo, en un retrato de medio cuerpo, aparecía Daniel. Esteban no había visto esa cara hasta entonces. Sus facciones distaban de ser perfectas, pero la combinación resultante arrojaba cierto atractivo. Lo interrogó en silencio: la mirada reproducida en tinta proclamaba inocencia, pero, examinada la imagen en conjunto, se le antojaba la de un tipo capaz de todo. Era muy probable que sus impresiones estuvieran condicionadas por las habituales noticias sobre violencia machista, a la orden del día. No era extraño que la policía barajase tal posibilidad, sobre todo después del comentario que había dejado escapar la otra chica. Quizá Liena lo rechazó y él decidió vengarse. Se asombró de la cantidad de posibilidades que en un caso así se le podían pasar a uno por la cabeza. ¿Y si su hijastra se había fugado con él? Aquella idea roía sus entrañas. La voz de Marcela interrumpió sus cábalas:
―¿En serio crees que se ha escapado? ―Obtuvo una mirada tensa por toda respuesta. Prendió un cigarro y abandonó su aire compungido―. ¿Y por qué no se lo has dicho a la policía?
―Es solo una suposición.
―Creo que no vas descaminado ―resolvió en tono despectivo―. ¡Si la conoceré yo, que la he parido! Siempre está amenazando y luego no ha tenido lo que hay que tener, ¡pero se ha pasado de largo! Cuando vuelva, porque volverá, me va a oír esta desgraciada.
Él hizo ademán de responder, pero desistió. Escuchar a Marcela hablar de aquel modo seguía haciendo añicos su cerebro y sus dulces mitos sobre la maternidad. Por la repetición esperaba acostumbrarse, pero su verborrea le resultaba cada vez más hiriente. Inspiró y volvió a concentrarse en la prensa, cuestionándose por milésima vez la salud mental de su esposa. Se sentía agotado. Agotado y viejo. Frisaba los cincuenta, pero había encanecido por completo antes de los cuarenta, cuando las arrugas alrededor de sus ojos y las ojeras perennes estaban ya instaladas bajo las gafas. Marcela era cuatro años mayor y sin embargo tenía un cutis de seda y el pelo como un tizón; claro que recurría al tinte, pero sus canas eran todavía incipientes. Su peluquera insistía en aliviar el negro azulado de su cabello con mechas, alegando que, aunque siendo tan guapa podía permitírselo, un color tan severo endurecía mucho su aspecto. Llevaba razón en lo uno y en lo otro: el negro no le restaba atractivo y le añadía impacto, y eso era justamente lo que ella buscaba: intimidar, más que atraer.
Esteban cerró el periódico con exasperante lentitud, y de igual modo lo plegó y lo dejó sobre la mesa de la cocina. No tenía ganas de conversación, y menos de discutir, pero notaba los ojos de su mujer clavados en la nuca. Seguir hablando de aquello la irritaría más, y no quería irritarla. No pensaba darle ese gusto.
―¡Y todo es por mi culpa! ¿No es eso? ―estalló furiosa. Él dio un respingo y apretó los labios. Se levantó y se dirigió a la puerta que daba al jardín.
―No hace falta que te vayas ―dijo ella―. Voy a salir.
En esta ocasión no obtendría alivio de su marido, por mucho que insistiera. A veces él lograba mantenerse firme y, en esas raras ocasiones, ella sabía detectarlo a la perfección.
***
Esteban abrió la llave de la manguera; llevaba sin regar desde el sábado, algo muy inusual en él. Recordó la última vez que vio salir a Liena por la puerta de atrás. Ni que decir tiene que, de confirmarse sus sospechas, la responsable directa era Marcela, aunque no eludía por ello su propia responsabilidad. La atmósfera de aquella casa era puro veneno. Apreciaba a su hijastra, y en la misma medida la compadecía. ¡Cómo no iba a hacerlo, si sentía lástima de sí mismo! Cuanta menos justificación hallaba en seguir casado, menos respeto se tenía, y cuanto menos se respetaba, más razón se daba para seguir con ella. Todavía la amaba, en contra del sentido común, del instinto de supervivencia y de un elemental sentido de la dignidad. Mil veces se preguntaba si aquello podía llamarse amor, y no se perdonaba haberse dejado embaucar a conciencia. Al principio se creyó muy afortunado; su mujer era, y seguía siendo, muy hermosa; ningún hombre permanecía tranquilo en su presencia, y tampoco algunas mujeres. Cuando advirtió el peligro ya era demasiado tarde, estaba loco por ella. Sí, ese era el diagnóstico veraz: locura.
Marcela no estudió más allá de primaria, jamás tuvo un empleo estable y a menudo pasó apuros económicos. La relajación financiera llegó con su primer matrimonio, gracias a las ventas de los cuadros de su marido, un joven retratista muy solicitado. Se sentía atraída por él, consciente de que no era una presa manejable; pero eso añadía interés al desafío y avivaba su deseo. Además, era hijo de artistas, y eso ayudaba a que sus retratos se vendieran solos; la lista de encargos aumentaba y sus exposiciones gozaban de gran éxito de crítica y público.
La mayor aliada de Marcela fue siempre su enigmática belleza. A los diecisiete años un joven pintor la abordó en la calle y le ofreció trabajo como modelo; después posaría para algunos artistas más. Así conoció a Jesús, quien quedó cautivado al instante, tanto de su hermosura como del halo de misterio que la envolvía. Tras doce meses de relaciones, se casó con su amante sin sospechar que obedecía un plan establecido, incluso, en el calendario.
Durante el primer año de matrimonio, él solo vio en su esposa lo que ella quiso que viera: el hechizo funcionaba y se mantuvo vigente hasta que nació su primera y única hija. La alegría de Jesús era inmensa y se reflejaba en sus cuadros, que rebosaban de tintas de colores vibrantes; mientras que ella, pasado ya el deslumbramiento inicial, regresó a su natural estado de insatisfacción crónica. Lo tenía todo y ni siquiera así lograba sentirse feliz. Aborreció la dicha de Jesús, su irradiante buen humor se le hizo insoportable; entonces afloró sin trabas su personalidad oculta. Al principio él quedó tan desconcertado que la creyó víctima de alguna súbita enfermedad anímica, y procuró convencerla de que obtuviera ayuda especializada. Luego de muchos meses, ante la brusca transformación de Marcela ― para él, inexplicable―, no tuvo más remedio que admitir que había sido engañado, o peor, que se había dejado engañar. Quiso divorciarse, pero ella le juró que en tal caso no volvería a ver a Liena. Le prometió que haría cualquier cosa para apartarlo de la niña, y fue muy convincente. Para entonces él ya la creía capaz de todo y la amenaza surtió efecto. No soportaba la idea de perder a su hija y no hizo nada, salvo continuar su descenso al infierno.
Estuvo tentado de irse muchas veces, de llevarse a la niña y ocultarla, pero le parecía un injusto destino para ella, y no podía abandonarla en manos de su perturbada madre. Imaginó incluso una muerte prematura para la bella infame, pero él no servía para eso. Se refugió en su arte y en sus dos grandes aficiones: la música, en especial la clásica y el rock, y las motos. Esas máquinas le gustaban desde pequeño, y la vena filarmónica era herencia de una madre mezzosoprano que cantaba en la ópera y de un padre difunto, compositor y maestro de piano y solfeo, un hombre de trato afable cuya pérdida fue muy llorada por todos, y que lamentaron de modo especial sus alumnos.
La nieta dio muy pronto muestras de la vena artística, y desde muy pequeña empezó a familiarizarse con las partituras; tanto que a los seis años ya interpretaba sencillas piezas con admirable talento. Con el tiempo, las peleas del matrimonio se hicieron más frecuentes, y por lo general se zanjaban con un portazo de Jesús, tras el cual no tardaba en escucharse el rugido de la Harley. La tarde de marras, la de su noveno cumpleaños, a Liena no le dio tiempo a esconderse.
―Ha sido culpa tuya ―le recriminó su madre henchida de rabia. La niña, en un ataque de su naciente rebeldía, le gritó algo desagradable, y su madre respondió con un tremendo bofetón justo en el momento en que Jesús llegaba. Veloz como el rayo sujetó el brazo de su mujer, que preparaba una segunda descarga, y la apartó de la niña.
―Aléjate o no respondo ―amenazó iracundo.
La advertencia, lejos de achantarla, acrecentó su furia, y ya no hubo quien la hiciese callar. Encontraba placer en el exceso, en arrastrar al límite la fortaleza ajena y saborear la impotencia que generaba en sus adversarios. Consumaba su saña con una determinación exasperante, particularmente contra Jesús, convencida de que él lo aguantaría todo por la niña. En ella, sin embargo, podía más el orgullo herido que el amor de madre, o al menos eso era lo que intentaba dejar claro a su marido. Y lo conseguía, mientras él seguía acumulando rencor, quemando su frustración en la carretera, castigándose con la violencia del que se sabe atrapado por incauto ―mira que se lo advirtió su madre―, diluyéndose en el paisaje vertiginoso y caduco. Esa era la inestable realidad en la que se transfiguraba el mundo: una loca carrera hacia ninguna parte que se había convertido en una droga, en la promesa ciega y recelosa de la libertad soñada.
La niña, replegada en su cuarto, ya sabía que su padre no volvería en toda la noche y lo temerario de cruzarse en el pasillo con su embravecida madre. Mejor quitarse de en medio y no llamar la atención hasta que el padre regresara. Pero no volvió. La fatal noticia irrumpió en mitad de la noche, perturbando el sueño de la hija para siempre.
Al enviudar, Marcela quedó desorientada. Exhibía una desgarrada aflicción ante las visitas, se lamentaba de que había perdido al amor de su vida, pero si Liena estaba en la sala tenía que soportar su inquisidora mirada. Entonces un insidioso temor la inquietaba: que de sus labios brotasen palabras inoportunas. Nunca sucedió, pese a todo, porque paulatinamente había introducido en ella el aguijón de la culpa.
Cuando los ahorros se acabaron, empezó a vender cosméticos a domicilio y le fue muy bien; al final de su primer año ya contaba con una suculenta lista de clientes. Como le decía su hija de manera sarcástica, no era extraño en alguien cuya especialidad era el mangoneo; a lo que ella respondía con amargas y ensayadas quejas, y la consabida frase: “Tú no sabes más que dar disgustos”.
***
Esteban también descubrió tarde y sin desearlo el fuerte componente agresivo del carácter de Marcela. Negó tercamente las evidencias porque desbarataban sus esperanzas de haberse tropezado con la mujer ideal. “Si seré imbécil”. No, ella no quería a nadie, odiaba a todo el mundo, no soportaba el aroma de la felicidad cerca, ni la suya ni la de los demás. “Eres un mierda de tío, y lo más jodido es que lo sabes”.
Cuando Marcela le presentó a su hija, ella le lanzó una mirada llena de desprecio y lástima, tan elocuente que prestarle algo más de atención habría bastado para salir pitando de aquella casa; la mala química entre las dos era tan evidente que cualquiera que no estuviera tan ciego como él se habría alarmado. Pero Marcela elegía sus presas con criterio, de eso no cabía duda. No solo lo condujo al altar, además logró convertirlo en su pelele y, contra todo pronóstico, él seguía enganchado a ella. Para Liena esto constituía una prueba más de que la naturaleza humana es absurda e incomprensible.
Entretanto, los niveles de enfrentamiento entre madre e hija y la rigurosidad de los castigos subsiguientes iban parejos. Era verdad que la chica se empeñaba en llevarle la contraria por todo, pero la arbitrariedad de Marcela alentaba ese comportamiento, y la soberbia con que se despachaba no ayudaba a calmar los ánimos. El hogar era el campo de batalla de una guerra sin trincheras, en la que las tímidas mediaciones del padrastro no hacían sino avivar el fuego. Para empeorar las cosas, del instituto de secundaria empezaron a llegar malas notas. En la última evaluación, la en otros tiempos aplicada alumna coronaba el trimestre con siete suspensos. Las salidas fueron severamente restringidas, con lo que las posibilidades de obtener algún consuelo de los amigos también se redujeron de manera drástica.
Con el tiempo, Liena y su padrastro desarrollaron cierta camaradería, una suerte de pacto implícito entre damnificados, que consistía en la práctica de la compasión mutua y el bosquejo de planes de salvamento que nunca se concretaban. Ella le preguntaba qué le impedía marcharse, y él siempre respondía lo mismo:
―¡El día menos pensado nos largamos los dos y no nos vuelve a ver!
Las primeras veces que lo dijo, ella lo escuchó con júbilo, pero, tras varias reiteraciones sin consecuencias, desestimó esa posibilidad. Marcela había minado tanto su confianza que en el fondo le aterraba una libertad que lo dejara expuesto a su insignificancia. Liena lo intuía de algún modo, y lo tenía por cobarde, sin que ello estorbara en exceso al afecto que sentía por él; había demostrado ser un buen hombre, y se preocupaba sinceramente por ella. Que se conformara él si quería, pero ella no pensaba claudicar; haría todo lo necesario para comenzar una nueva vida, lejos de su madre.
Como buena lectora, estaba familiarizada con todo tipo de héroes que desafiaban al destino. En sus aventuras encontraba inspiración y aliento para su determinación. Mientras leía, experimentaba emociones que iban desde la melancolía hasta la euforia, y el tiempo que le duraba la resaca literaria se sentía capaz de todo. Cuando apagó las velas de su decimosexto cumpleaños, se prometió que no cumpliría el decimoséptimo bajo aquel techo.
Si algo le fastidiaba de su plan era tener que dejar Alcalá de Henares. Había nacido y crecido en sus calles, conocía sus rincones; amaba el contorno de sus tejados y el atardecer de sus cielos. Pocas veces sentía la necesidad de desplazarse a Madrid, aunque disfrutaba mucho en la metrópoli recordando su infancia, cuando transitaba con su padre por la Gran Vía o por el paseo del Prado, y entraban, si hacía buen tiempo, en el Jardín Botánico. Iban a Madrid los domingos por la mañana, y remaban en el estanque del Retiro, porque a ella le encantaba. Otras veces visitaban algún museo o las galerías donde a la sazón exponían los amigos artistas de su padre. Muchas veces iban a tomarse un chocolate a la típica San Ginés, siempre atestada de gente bajo su escondite, en el pasadizo del mismo nombre. Tan bellos recuerdos eran un escape a su ansiedad, y, al esfumarse las amables brumas, la tristeza por la felicidad perdida acrecentaba su deseo de huir.
***
El momento elegido fue la celebración de la Noche en Blanco. Liena lo preparó de forma minuciosa, y eso incluía administrar a su progenitora su propia medicina. Empleó las mismas artes de seducción que ella utilizaba con los demás cuando quería obtener algo; de esa forma consiguió que le levantase el castigo para salir la citada noche. Supuestamente cenaría algo con los amigos, se divertirían un poco y regresaría por la mañana, después de desayunar un chocolate en la plaza Mayor. El plan secreto era algo distinto: se reuniría con Maica, irían a su apartamento, y allí terminarían de repasarlo todo por si había algún cabo suelto que permitiese a sus padres o a la policía encontrarla. Era menor, y la buscarían sí o sí. Tenía un billete para el primer autobús de la mañana que salía de Madrid con destino a Santiago de Compostela a las 6:45. Para estar a tiempo, debería tomar el autobús nocturno de Alcalá de las 5:00; el siguiente salía a las 6:00, muy justo. Mejor ir tranquila. En Santiago la estaría esperando Elbe, una amiga de Facebook con la que llevaba casi un año chateando, y que, además de alentarla, le prometió ayuda. Ella también se había marchado de casa dos años atrás, y esa circunstancia contribuyó a que Liena se animara a dar el paso. Elbe le hablaba de aldeas recónditas donde podría trabajar al principio, a cambio de cama y comida; excelentes sitios donde esconderse hasta que las cosas se relajaran. Era una buena solución, al menos hasta su mayoría de edad, y luego ya vería. Retomaría los estudios y lo que hiciera falta. Pensaba que no la buscarían tan lejos de Madrid. No podían seguirle el rastro, ya que su conexión gallega solo la conocía Maica, y ella no la traicionaría, de eso estaba segura. Tendría que ser paciente y cuidadosa. Cumplidos los dieciocho ya podría moverse más tranquila, e incluso, ¿por qué no?, volver a Alcalá, ya libre de hacer con su vida lo que le diera la gana.
***
La casa de Liena era una hermosa construcción de dos plantas rodeada de un jardín que Esteban cultivaba con esmero, incluso más de lo necesario, dado que siempre era una buena excusa para escabullirse. Se sentía muy orgulloso de su pequeño huerto, del que obtenía una apreciable cantidad de tomates, pimientos, berenjenas, cebollas, calabacines y patatas. Tenía un espacio reservado a las hierbas aromáticas: albahaca, romero, lavanda, tomillo, hierbaluisa, menta, salvia, orégano, perejil y cebollinos. El colorido lo aportaba la variada multitud de dalias, grandes y pequeñas, y en menor medida los pensamientos, las margaritas, las hortensias y las campanillas. En el jardín solo había un rosal, pues a los cinco años Esteban se quedó atrapado en uno de los viejos rosales trepadores del parterre de su abuela, gran amante de estas flores, y lo sacaron hecho una criba, lleno de arañazos e hilillos sanguinolentos. Desde entonces odiaba los rosales con toda su alma. No obstante, plantó uno sin espinas, por Liena.
La muchacha, a diferencia de Esteban, pasaba la mayor parte del tiempo en su cuarto. Todo lo que realmente le interesaba estaba allí: sus libros, sus cedés, un piano electrónico Thoman Digital, un iMac de 15 pulgadas, recuerdos de su padre y otros objetos personales. La habitación tenía un pequeño vestidor y hasta su propio cuarto de baño, y era agradable y soleado gracias a una ventana alargada que daba a la parte trasera del jardín.
Le encantaba leer en el césped y nadar, lo que podía hacer también en invierno desde que su padre, poco antes de morir, mandara climatizar la piscina. Desde allí el jardín tenía una vista encantadora, sobre todo cuando nevaba, algo que no había ocurrido durante los últimos dos inviernos. Contemplar el paisaje blanco sumergida en el agua templada hasta la barbilla era uno de sus placeres favoritos. La experiencia la envolvía en borrosas sensaciones que no acababa de reconocer, pero que la inundaban de bienestar. Estaba segura de que tenía relación con escenas de su infancia, momentos que dormitaban intactos en las enaguas de su memoria.
Aquella tarde, sustituyó el contenido habitual de la mochila ―es decir, los libros de texto― por una selección minimalista de sus pertenencias. Por descontado no podía llevar maleta, eso habría bastado para delatarla. Acomodó en la Lässig de dos cremalleras unas mudas, dos camisetas, unos vaqueros pitillo Miss Sixty y un jersey fino de color magenta al que tenía cariño. Ya se compraría más ropa después, cuando fuera posible. No iba a necesitar mucha variedad en una remota aldea gallega. Sería como un inmigrante sin papeles, o algo así. Podría cuidar niños, a los que adoraba, y más adelante, si se establecía en la ciudad, darles clases de solfeo y piano a domicilio. Guardó en la mochila la tableta, los cargadores, unos auriculares, un cuaderno y dos bolígrafos de gel. Tras esto, se encaramó a una silla y, de la estantería más alta, tomó el facsímil de la primera edición de Alicia en el país de las maravillas, con las ilustraciones de John Tenniel. Era, cómo no, un regalo de su padre. Separó las páginas, y comprobó que el sobre estaba donde lo había puesto. En él guardaba las pagas semanales de ocho meses y algunas propinas en billetes de diez y veinte euros; unos novecientos en total. Separó cincuenta y los deslizó en un bolsillo. Envolvió el facsímil con mimo en papel de periódico y lo introdujo en la mochila. Novecientos euros no podían considerarse una fortuna, pero en la aldea apenas tendría gastos, y, de mudarse a La Coruña o a Vigo, confiaba en encontrar trabajo enseguida. Cualquier cosa era mejor que tener que padecer los arrebatos de su madre día tras día. Ya estaba casi todo; faltaba añadir un paquete de pañuelos, un espejito, colorete, brillo de labios y máscara de pestañas: cosas que ocupaban poco y ayudaban bastante a mejorar el aspecto. Era importante causar buena impresión para buscar trabajo, ya fuera de cuidadora de niños o para sembrar cachelos. Repasó la lista que había escrito y comprobó que no faltaba nada. Se puso la cazadora, y alrededor del cuello una kufiya que le había comprado Esteban en Jordania, porque también deseaba conservar algo suyo como recuerdo. Tuvo un ramalazo de compasión y se encogió de hombros resignada: “Allá él”. Se calzó unos botines sin apenas tacón e introdujo el móvil en un bolsillo de la cazadora.
En el umbral de la habitación le asaltaron las dudas: ¿estaría precipitándose? ¿Era preferible esperar un poco, afinar más los detalles? Sintió crecer su miedo, pero el recuerdo de un Esteban derrotado le hizo experimentar un intenso rechazo. “¡Eso jamás!”. Nunca llegaría el momento perfecto, así que tanto daba uno que otro; y aquel ya estaba elegido. No quiso mirar atrás ni dejar que la nostalgia o el miedo vencieran por anticipado. Se mordió un par de veces rápidas el labio superior y una el inferior, y lo soltó despacio como siempre que estaba nerviosa o confusa; ese gesto la tranquilizaba y le infundía coraje, era como un ancla. Bajó las escaleras que conducían al vestíbulo. Vio entreabierta la puerta de la cocina y a su madre allí. Se despidió de lejos con fingido desenfado, y al cerrar la puerta la escuchó decir: “No te metas en líos”. La frase de rigor. ¡Como si alguna vez le hubieran dado quejas de ella! “No tiene ni idea de cómo soy”.
Vio a su padrastro regando las dalias y recordó el día que sin darse cuenta le llamó papá. No pensaba en él, naturalmente, pero el hombre se emocionó tanto que decidió seguir llamándolo así. “¡Pobrecillo, total, qué más me da!”. Esbozó una sonrisa lánguida y conmiserativa: “Te quedas solo… Peor que eso: solo con ella”. Lo saludó con naturalidad, y él se mostró dicharachero:
―¡Chao, hija, que te diviertas!
―Lo procuraré. ―Le besó la mejilla rosácea―. ¡Adiós, Esteban!
Mientras desaparecía tras la verja, él se fijó en la mochila. ¿Para qué ir tan cargada en una noche de fiesta? Tuvo un fugaz presentimiento, pero sacudió la cabeza sonriéndose con aire incrédulo. Se acordó de que ella había dicho algo de ir a dormir a casa de una amiga. No advirtió que estaba encharcando las dalias en exceso.
(Continuará)
De la obra Beatricia: © María Jesús López Laderas
Ilustración de portada: ©
Edición: © M.A.R. Editor
Noviembre de 2016
http://www.mareditor.com
info@mareditor.com
ISBN: 978-84-944925-6-3
Depósito legal: M-14149-2016
Diseño de la colección: Absurda Fabula
Maquetación: Rojo Pistacho
Impreso en España
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