Ilustración de Marta Virseda García |
Tu escritora personal por Mariaje López se encuentra bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial.
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Al tomar conciencia de la magnitud de semejante catástrofe moral, de las decenas de miles de niñas y jóvenes que habían pasado por lo mismo que yo y aún peores cosas, encontré un motivo ineludible para contarlo.
Por Angelo Nero | 6/02/2025
“Trabajábamos a destajo, ensobrando cromos de futbolistas y ciudades de plástico, elementos que irían a parar a manos de otros niños, que completarían con ellos álbumes de fútbol y mapas de España. En realidad, no sabíamos casi nada de lo que pasaba fuera. El nuestro era un mundo aparte, raquítico y atormentado. Un mundo supersticioso del que nos decían que Dios era la Luz, y en el que nuestra propia luz era sofocada a diario.
Pasábamos frío en el claustro. Acumular sabañones en manos y pies, tener los dedos inflamados y llenos de pupas, era lo más corriente. Nos ardían de pura comezón y nos rascábamos sin querer, porque dolía. La culpa era del frío tenaz, de enjabonar los suelos sin guantes y meter una y otra vez las manos en el agua helada. Te acostumbras a vivir con ellos, y a no poder cerrar del todo las manos, so pena de que se reabriesen las grietas y sangraran.”
Este fragmento, elegido casi al azar, es parte de “Por Caridad”, una de esas lecturas dolorosas y necesarias, fruto de la experiencia vivida en su propia piel por la escritora Mariaje López, que entre los ocho y los trece años estuvo internada en un orfanato dependiente del Patronato de Protección a la Mujer. Por esas grietas de la memoria, sangran las palabras de Mariaje, recordando cada una de las humillaciones infringidas por las Oblatas del Santísimo Redentor, sus carceleras, que reprimían cualquier conato de rebelión, y sometían a las internas a largas jornadas de trabajo esclavo, con un mínimo tiempo para el estudio, y sufriendo también hambre, frío y, sobre todo, falta de cariño.
Fotografía: Lara Zankoul "El escaparate y lo que subyace". |
El día del comienzo de la peregrinación llegó. Una mañana húmeda y brumosa que entumecía los huesos y el corazón. Ella se preparó temprano, convencida de que los dos se irían juntos. Él se levantó después, y se puso el abrigo antes de abrir la puerta.
Se miraron.
Ella esperaba que él le dijera "vente". Él esperaba que ella dijera "voy".
Ninguno de los dos dijo nada.
Él pensó que ella no quería ir. Ella creyó que él no quería que fuera.
Y se perdió la gloria del camino.
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Desierto de Wadi Rum - Foto MiPaco |
En la pantalla un biopic sobre Samuel Beckett. Se aleja por un pasillo, hacia el último tramo de su vejez. Sublimo la imagen y superpongo a su figura la mía. Me anticipo al futuro próximo, quién sabe si lo alcanzaré.
La fusión se consuma y ya no es Beckett sino yo quien avanza por ese corredor finito. Escucho la música transida de nostalgia, y mi deriva se entremezcla con ella.
En algún punto la imagen se transforma, aunque sigo mirando esa figura percibo un caminar distinto e intuyo que sus labios sonríen. Los hombros se balancean imperceptiblemente, con ademán gozoso, diríase que despreocupado. La tenue luz inunda la secuencia de una pureza que lava el miedo.
La nostalgia se transmuta en quietud presente. Una chispa vital en la que arde la resignación. No es la fuerza de la juventud, pero se trata de un suceso igualmente vital. Una expectación por averiguar, por seguir en la ruta del descubrimiento. Quedan aventuras por vivir. Pervive la curiosidad.
Le susurro a Beckett que no voy a acompañarlo en su caminar desesperanzado, que no quiero despojarme de toda ilusión razonable. Me parece escucharlo: ¿Acaso la ilusión puede ser razonable? Sí, maestro, le respondo, y le pido que me perdone el atrevimiento.
El pasillo está ahí, con su distancia ineludible. He de recorrerlo, como todos los que llegan hasta el dintel. Y yo siento el deseo de avanzar por él con pasos alegres, agradecida y expectante, despojada de cualquier afán que no sea conciliador con la serenidad más pura; la de saber quién he sido y quién soy, sin otra necesidad profunda que la de saber amar, procurando no herir a quien no lo merece y reconociendo la luz que me sale al encuentro en cada centímetro que mis pies recorren. Y poder llevar, como una madre primeriza y enamorada, mi pequeña verdad en los brazos.