Desierto de Wadi Rum - Foto MiPaco |
En la pantalla un biopic sobre Samuel Beckett. Se aleja por un pasillo, hacia el último tramo de su vejez. Sublimo la imagen y superpongo a su figura la mía. Me anticipo al futuro próximo, quién sabe si lo alcanzaré.
La fusión se consuma y ya no es Beckett sino yo quien avanza por ese corredor finito. Escucho la música transida de nostalgia, y mi deriva se entremezcla con ella.
En algún punto la imagen se transforma, aunque sigo mirando esa figura percibo un caminar distinto e intuyo que sus labios sonríen. Los hombros se balancean imperceptiblemente, con ademán gozoso, diríase que despreocupado. La tenue luz inunda la secuencia de una pureza que lava el miedo.
La nostalgia se transmuta en quietud presente. Una chispa vital en la que arde la resignación. No es la fuerza de la juventud, pero se trata de un suceso igualmente vital. Una expectación por averiguar, por seguir en la ruta del descubrimiento. Quedan aventuras por vivir. Pervive la curiosidad.
Le susurro a Beckett que no voy a acompañarlo en su caminar desesperanzado, que no quiero despojarme de toda ilusión razonable. Me parece escucharlo: ¿Acaso la ilusión puede ser razonable? Sí, maestro, le respondo, y le pido que me perdone el atrevimiento.
El pasillo está ahí, con su distancia ineludible. He de recorrerlo, como todos los que llegan hasta el dintel. Y yo siento el deseo de avanzar por él con pasos alegres, agradecida y expectante, despojada de cualquier afán que no sea conciliador con la serenidad más pura; la de saber quién he sido y quién soy, sin otra necesidad profunda que la de saber amar, procurando no herir a quien no lo merece y reconociendo la luz que me sale al encuentro en cada centímetro que mis pies recorren. Y poder llevar, como una madre primeriza y enamorada, mi pequeña verdad en los brazos.
Mariaje López
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