Salgo de casa con tiempo para visitar a mi hija. Cada momento que paso con ella es un regalo que no sé cuántas veces más me concederá la vida. Nadie puede responder a esa incógnita, y por eso intento no dejar escapar ni un segundo.
Camino hacia la estación y paso frente a un gimnasio de boxeo. Desde la calle se oyen los golpes, la música, las órdenes del entrenador. Imagino a los deportistas, empapados en sudor, descargando su adrenalina contra el saco.
El tren va lleno. Es sábado y muchos viajan hacia el centro para disfrutar del ocio madrileño. Mi trayecto es largo: de Colmenar Viejo a Sol y, desde allí, el metro hacia la antigua periferia carabanchelera, que ya casi ha dejado de serlo.
Me espera Verónica con su familia gatuna: Miranda, una adorable gata negra que reparte cariño sin distinción, y Charlie, una belleza atigrada que adora a su dueña. Ellos son su compañía fiel y la alegría más tierna de su día a día.
Los gatos, siempre los gatos. Mi familia les debe mucho.