martes, 7 de octubre de 2025

Crónica de un sábado en una casa con gatos

 


    Salgo de casa con tiempo para visitar a mi hija. Cada momento que paso con ella es un regalo que no sé cuántas veces más me concederá la vida. Nadie puede responder a esa incógnita, y por eso intento no dejar escapar ni un segundo.

Camino hacia la estación y paso frente a un gimnasio de boxeo. Desde la calle se oyen los golpes, la música, las órdenes del entrenador. Imagino a los deportistas, empapados en sudor, descargando su adrenalina contra el saco.

El tren va lleno. Es sábado y muchos viajan hacia el centro para disfrutar del ocio madrileño. Mi trayecto es largo: de Colmenar Viejo a Sol y, desde allí, el metro hacia la antigua periferia carabanchelera, que ya casi ha dejado de serlo.

Me espera Verónica con su familia gatuna: Miranda, una adorable gata negra que reparte cariño sin distinción,  y Charlie, una belleza atigrada que adora a su dueña. Ellos son su compañía fiel y la alegría más tierna de su día a día. 

Los gatos, siempre los gatos. Mi familia les debe mucho.

En el tren escribo una reflexión que enreda mi corazón desde hace tiempo. Me servirá para el siguiente post de La casa de las mil voces.

Cuando salgo del metro, unos revisores piden los billetes. Me sorprende que sean tres, y me pregunto si en esta estación la incidencia de viajeros sin billete será mayor.

Como aún no son las doce —la hora acordada con Verónica—, bajo despacio por su calle, esquivando la acera derecha, donde el rastro de las agitadas noches del barrio, suele delatar a los incontinentes que derraman su incivismo maloliente en cualquier recodo.

Llego al portal y, como siempre, dudo de la letra del piso. Toco uno a uno los cuatro timbres del rellano, hasta acertar.

Subo los tres pisos con calma. Las escaleras me imponen respeto; me concentro en no tropezar. Pienso en Verónica subiéndolas con la compra o bajándolas con prisa.

La casa, como siempre, me recibe con luz: ordenada, acogedora, llena de vida.

Ella me abre con una sonrisa y uno de los gatos al hombro.

—La comida está a medio hacer —me dice—. ¿Qué te apetece? ¿Quieres ponerte ya con los dibujos?

(Quedamos para trabajar en las ilustraciones de Beatricia, que queremos reeditar en digital este año).

Antes, me entrega un par de libros: uno para Paco y otro, de cocina vegetariana, para mí. También una prenda que asegura no le sienta bien. En efecto, el color hueso no es el suyo… ni el mío. A las dos nos hace parecer enfermas de ictericia. Pero yo aún puedo disimularlo con un pañuelo o con algún otro truco, artimañas para las que ella afirma —entre risas— no estar dotada.

Mientras los gatos se acomodan a nuestro alrededor, nos sentamos frente al ordenador. MidJourney no nos resulta tan útil como esperábamos; Photoshop, al final, es quien resuelve. Miranda se instala en mis piernas y apenas se mueve.

Hacemos una pausa para comer: pollo glaseado con arroz blanco. Delicioso.

Mientras, vemos el biopic de Robbie Williams, Better Man. Me encanta. No había seguido su trayectoria de cerca, pero me emociona descubrir su historia. Verónica la ve por segunda vez, solo por acompañarme, convencida de que me gustará. Tiene razón.

Miranda duerme en mi regazo. Charlie se acerca a olisquearme, pero enseguida se retira a su torre de marfil a dormir la siesta. Si no estuviera yo, seguramente lo haría junto a su dueña.

Después de comer, volvemos a los dibujos. Me siento un poco culpable por hacerla trabajar un sábado, pero ella insiste:

—No, mujer, para esto quedamos.

—No, mujer, para esto quedamos.

El tiempo se nos va sin darnos cuenta. Pienso en proponerle un paseo, pero recibe un mensaje: ha quedado con alguien. Me alegra; es importante mantener vivas las relaciones. Decido marcharme antes para dejarle su espacio.

Cerramos los programas y me enseña algunos vídeos de Robbie Williams que aparecen en la película, uno especialmente emotivo, en el Royal Albert Hall.

Después de eso, nos despedimos. Primero de los mininos, claro. Están remisos. Verónica me da un abrazo y me encarga besos para Paco.

Antes de que cierre la puerta, me vuelvo y la veo sonriendo.

Esa imagen me acompaña de regreso a casa, y sé que la guardaré siempre, porque las verdades más radiantes habitan en lo cotidiano.


Mariaje López

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