Me encuentro en el Museo de Arte Reina Sofía, frente al Guernica de Picasso.
No es la primera vez, y como siempre me sucede, lo primero que "veo" es el ruido. Gritos, lamentos, silbidos que se agrandan trayendo muerte, estallidos, carreras, llantos.
No veo las bombas, pero me impacta la grisalla; la negrura quebrada por un terror blanco, crispado hasta el paroxismo. Me detengo en las distintas partes del tríptico y avanzo por su dolor salvaje, desde mi diestra.
Arde una casa, y con ella una persona que ya lo sabe todo perdido. Me recuerda al condenado de la camisa blanca, el insurrecto anónimo de Goya.
Del hogar en llamas escapa una mujer semidesnuda, con la pierna alcanzada a rastras, algo me dice que logrará salvarse cuando la veo entrar en el frágil triángulo de luz. Vaporosa pirámide de esperanza.
La portadora de la lámpara entra por la ventana, como un náufrago en el hielo, tratando de contener con una mano el cráter de angustia que estalla en su pecho. Y aun así iluminando el rostro del averno con su candil de aceite.
Hay otra luz. Ese amenazante ojo con perfil de sierra, cercenando cualquier cosa que no sea su brillo. El progreso ha sido subvertido por la oscura ambición.
Oigo el último relincho de un caballo herido mortalmente. Apuntalándose como puede para eludir el derrumbe. La mitad de su cuerpo son sólo palabras, signos despojados que agonizan con él. Otras veces me ha parecido inocente, pero hoy he dudado. Tal vez por esa torsión del cuello con que aparta de la lámpara su faz.
Luego friso el remordimiento cuando intuyo que lo hace para buscar a la paloma herida. Es su última visión, una paloma que se agita entre las sombras; apenas la delata una venda de fulgor. ¿Servirá para que viva?
Bajo los cascos, restos dispersos de un hombre desmembrado. Quizá un héroe, quizá un poeta. Puede que ambas cosas. En el puño cerrado se abrazan una flor y una espada. La espada rota; etérea la flor pero no marchita.
El toro me habla de un lugar concreto. Su mirada amplia e incisiva me recuerda los ojos del autor. Ese astado es el único reducto de serenidad en la barbarie. ¿Será que es él la barbarie? En sus orejas puntiagudas hallo signos de inquietud; parecen confesionarios afilados, criptas demoníacas que ocultan atrocidades.
Y acá, en la orilla más siniestra, bajo el minotauro, está ella. La madre. La piedad truncada antes de la madurez del hijo. Llegan ecos del Stabat Mater ahogados en el grito; el más desgarrador y el más desgarrado. La desolación más cruda, la sentencia a vida más insoportable: seguir respirando cuando no se puede, llevar la vida muerta en los brazos.
Es esta madre lo que más me quema. La mirada se hunde en esa nítida flecha gris que nace de sus pechos malogrados y apunta al hijo. Es el instante encriptado de la muerte, es un dolor eterno y gris, ni blanco ni negro; ni viva ya, ni muerta.
En el cénit de la vorágine, en el corazón del horror, brilla un delicado gesto que apenas se insinúa, un punto minúsculo capaz de salvar el mundo: esa pequeña mano inerte que reposa en la palma abierta de la madre. Mano dulce y grave, infinitamente delicada sosteniendo este cáliz que en su mundo lo gobierna todo: la quintaesencia de su carne, el fruto inocente de su sangre.
Llegada a este misterio, lo demás son circunloquios. El sentido de la vida y de la muerte descansa en este par de manos desiguales.
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Mariaje... me ha encantado la descripción del cuadro relatado!! ¡¡Chapeau!!
ResponderEliminarSol