jueves, 1 de febrero de 2018

La autora de Las Meninas




Se despide estos días, en el Teatro Valle-Inclán y después de prórroga, la obra de Ernesto Caballero  La autora de Las Meninas, uno de los grandes éxitos de la cartelera madrileña. 

Con una escenografía aparentemente sencilla y altamente eficaz de Paco Azorín, asistimos al desarrollo de una original distopía, en la que se nos describe una Europa en recesión, año 2037, con evidentes ecos warholianos. Los ricos diálogos satirizan las imposturas del arte y la vanidad del artista, pero también llama a la consideración que merece el arte genuino. Velázquez puede ser ahora un clásico, pero en su tiempo fue vanguardista y transgresor. Me atrevo a decir que lo sigue siendo, sobre todo para el artista moderno que bebe hoy de la misma prodigiosa fuente, esa que conjuga la inspiración con una atenta mirada, la necesidad creativa con la valentía de abrirle cauces. El arte genuino tiene profundas razones para ser como es. A la copia que se arroga el mérito del original solo le atrae la popularidad. El valor de lo auténtico se subvierte en la estulticia de lo puramente imitativo. Es la superficialidad más nefasta, la carcoma que mina el arte y con él la expresión más elevada que el ser humano puede obtener de sí mismo.

La cristalización, aterradora por verosímil, de esta amenaza, es el espejo de nuestros miedos colectivos, de nuestros presentimientos, en el que nos miramos esperando exorcizar los demonios que nos acorralan. Más el espejo nos devuelve la imagen de nuestra locura megalómana, la enajenación cautiva del populismo. Algo o todo de esa modernidad líquida de la que habla Bauman, y la pérdida del alma mística de lo auténtico. El populismo como antídoto pseudoético, la equiparación de lo ínfimo con lo excelso, de lo sublime con lo vulgar; la amalgama insidiosa de lo correcto con lo conveniente, conceptos que no siempre coinciden. Y por ende, esa justificación de lo intolerable con argumentos pueriles que se aceptan sin apenas crítica. Todo ello servido como mejor sienta, guarnecido de humor. 

El trío de actores que interpreta esta obra, nos la hace creíble con una inquietante naturalidad. La catalana Mireia Aixalá encarna a una directora del Museo del Prado indeseable, resultando no solo convincente, sino evocación prototípica de sujetos que perdiéndose en su poder —poder prestado—, nos pierden. 

Me impresionó la actuación de Francisco Reyes, carismático en su papel de vigilante ¿o diablo? Todo un descubrimiento para mí, este actor con cierto aire a lo Matthew McConaughey en sus últimas y más brillantes actuaciones.

Lo de Carmen Machi es sobrenatural. No hay cámara ni pantalla que llegue a hacer justicia a lo que es esta mujer en escena. ¡Qué recital interpretativo! ¡Qué perfección! 

En el curso de dos horas Machi transita todos los registros imaginables, modulando en cada instante el caudal de voz y el gesto preciso. Machi es algo más que impecable; es un prodigio. Toda ella rezuma arte: no hay mirada, ni sonrisa, ni acento, ni giro, ni silencio, ni grito, ni un solo gesto que sobre, ni que falte. Todo es lo exactamente preciso, lo adecuado, lo que más aporta. Sabiduría de tablas inmensa, oficio y maravilla que impide apartar los ojos. Mantener ese nivel de perfección durante dos horas seguidas, sin salir de la escena ni un segundo, es lo que se llama en el contexto —y aquí donde la protagonista es una monja, contexto por partida doble—, actuar en estado de gracia. 

La autora de Las Meninas, por todas estas razones, es una de esas veladas teatrales que uno jamás olvida. 


Mariaje López © Tu  escritora personal por Mariaje  López se encuentra bajo una Licencia  Creative Commons Atribución-NoComercial.

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