«Amo la vida» –me dices–, «pero tengo una pulsión de muerte». Y yo no puedo creerte. No creo que esa pulsión naciera contigo. Fue la vida, fuimos nosotros, los demás. Tú eras un manantial de pura alegría. También cuando me decías: «Que nadie te quite la sonrisa», porque algunos te la estaban quitando a ti. Cuánta noche tuviste sin que me rozara apenas. Cuánta asfixia. Perversa querencia protectora que me mantuvo al margen.
El manantial sigue intacto, también lo sé. Ese agua inmaculada que tú eres corre bajo la hojarasca y nutre la tierra con su transparencia. Desde la orilla sigo tu curso, te acompaño en los saltos y recodos, queriendo derribar los diques indeseados que frenan tu deriva hacia la cuenca grande, y desde allí hacia el mar.
Llegaremos, llegarás. Esa es la última oportunidad que le doy a la justicia, el solitario bastión, para creer en ella.
Y así desharé los pasos precisos, remontaré las cuestas severas y atravesaré el mar de juncos, contigo, hacia el gran continente. Mientras me quede un aliento, un suspiro, una sonrisa tuya en que posar la mirada.
Llegaremos, llegarás. Porque, aunque la vida me puede quitar todo, el amor que vive en mí está más allá de su alcance.
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