miércoles, 12 de septiembre de 2012
Indiferencia.
Lo ignoraba todo acerca de sí mismo. No recordaba su edad, ni su nombre, ni por qué se veía obligado a permanecer siempre anquilosado en la misma postura erecta, con la garganta muda y los ojos abiertos sin pestañear.
Y qué decir de su memoria, que no iba más allá de la noche anterior, la cual pasó en aquel callejón mugriento donde le sorprendió amanecer. Y ahora, durante el día, los transeúntes se mostraban indiferentes a su sufrimiento; y eso a pesar del descaro de sus miradas cuando pasaban por su lado.
Era imposible que ellos no olieran su miedo, que no percibieran su gesto de impotencia y desesperación. Resultaba evidente que les estaba pidiendo ayuda, y había que estar muy ciego para no verlo.
Aquel invierno inusualmente cálido le hacía sudar copiosamente a pesar del frío instalado en el cuerpo. Casi toda la nieve acumulada la noche anterior se derritió hacia la mitad del día, pero un sudor helado resbalaba por su frente nublándole la vista. Lloraba si cesar, y sin disimulo, mas nadie se acercó a preguntarle.
Fue entonces cuando sufrió un desvanecimiento. Al volver en sí y contemplar el mundo desde el suelo, creyó reconocer dos figuras que, ahora sí, se acercaban corriendo. Comprobó con desconcierto que aquellos dos niños le resultaban vagamente familiares. Antes de que la luz se apagara, logró escuchar lo que se decían:
—¡Ya te lo advertí, cabezota, que aquí daría el sol todo el día!
—Tienes razón. No era un buen sitio para un muñeco de nieve.
Mariaje López.
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