Homeless, de Thomas Kennington |
Cuando la mujer escuchó tras de sí el ruido blando del golpe contra el suelo, reconoció su origen al momento.
—¡Thomas!
A Virginia la habían despedido de su empleo en la mansión de los Hamilton cuatro semanas antes, cuando estalló el escándalo al clarificarse la identidad de Thomas como hijo bastardo de Lord Hamilton.
Pese a haber servido en la casa durante casi veinte años, desde los ocho, como ayudante de cocina primero y doncella después, fue puesta en la calle sin contemplaciones. No trató de defenderse, lo consideró inútil. Alegar que fue forzada por el señor a yacer con él desde los catorce años solo podría empeorar su situación, que ya era bastante mala. Por supuesto también fue despedido Thomas, que hacía en la casa un poco de todo; desde llevar recados y limpiar el calzado, a fregar cacerolas y sartenes, o dar de comer a los perros y cepillar a los caballos. Su insigne padre, en un arranque de generosidad o quizá para aquietar su conciencia, ordenó a la institutriz de sus dos hijos legítimos que sacara algo de tiempo para enseñar a leer y escribir a Thomas, sin desvelar por supuesto su filiación.
Tras el revuelo, Virginia consideró que pedir clemencia sería más eficaz que defenderse, pero Lady Hamilton, furiosa y humillada, se mostró inflexible. Madre e hijo deberían abandonar la casa de inmediato. Al verse descubierto, Lord Hamilton no osó contradecir a su esposa en nada, y evitó hacer el menor gesto de intercesión en favor de su hijo, como le había rogado Virginia.
Anduvieron buscando trabajo en otras casas, pero el repudio del que habían sido objeto les precedía, y ninguna familia pudiente quiso contratarlos para no enemistarse con sus influyentes vecinos. Cuando les quedaba el dinero justo para dos billetes de tren, pasado casi un mes durmiendo en los parques y pasando hambre, tuvieron que marcharse del condado a la caza de un salario, por misérrimo que éste fuese.
En la estación un hombre se interesó por Thomas, y le ofreció trabajo de deshollinador. Virgine horrorizada, se negó. Sabía de las penurias de los niños obreros, en general, y de los deshollinadores en particular. Empezaban muy pequeños, con cinco años, porque sus cuerpecitos eran los únicos que cabían en los tiros de las chimeneas, y las limpiaban a ritmo de cinco o seis al día, sin descanso, hasta que crecían lo bastante como para no caber. Se les quedaban los codos y las rodillas en carne viva de trepar, hasta que los callos aliviaban en parte su sufrimiento. A veces se quedaban atascados y morían allí por asfixia antes de que pudieran sacarlos. Y se daban casos en que alguien de la casa encendía la chimenea sin saber que la estaban limpiando, con las consecuencias que pueden deducirse.
El estado Thomas empezaba a ser preocupante. Más pálido de lo normal y enflaquecido, había empezado a tiritar emitiendo de cuando en cuando lamentos desvaídos. Llevaba demasiado tiempo sin ingerir alimento alguno. Caminaba rezagado, presa de su debilidad. Por ello, cuando virginia escuchó el golpe, supo antes de mirar de qué se trataba.
Soltó el hato con sus pertenencias y se lanzó a auxiliarlo. Le levantó la cabeza apoyándola en su brazo, y le cogió la mano. El niño quiso mirarla, entreabrió los párpados enrojecidos y susurró algo ininteligible.
—¿Qué tienes, bien mío? —Inquirió la madre con voz trémula. Le apretó los dedos ateridos y le besó la frente calenturienta. La acera espejeaba de lluvia bajo una luz mortecina, y sobre ella, como un juguete roto, lanquidecía el pequeño.
—Ten ánimo, mi niño. Resiste un poco, mi bien. Solo un poco más. Te prometo que hoy, a más tardar mañana, tendré un trabajo. El que sea. —Atrajo la manita hacia su pecho y miró a su hijo a través de una cortina de lágrimas.
—El que sea —repitió como sonámbula—. Te lo prometo Thomas. A partir de mañana no te faltará un plato de comida diario ni la visita de un médico. Esta tarde mismo, o esta noche encontraré trabajo. A lo más tardar mañana. Pero tienes que resistir todavía un poco, mi luz. Solo unas horas más. Confía en tu madre, que nunca te abandonará. No te dejaré morir de hambre. Jamás. Cueste lo que cueste.
Virginia alzó la mirada. Al final de la calle estaba el barrio de Whitechapel, que acababan de dejar atrás, plagado de burdeles y salas de juego. Volvería sobre sus pasos, y aquella misma noche daría de cenar a su hijo.
—El que sea —repitió como sonámbula—. Te lo prometo Thomas. A partir de mañana no te faltará un plato de comida diario ni la visita de un médico. Esta tarde mismo, o esta noche encontraré trabajo. A lo más tardar mañana. Pero tienes que resistir todavía un poco, mi luz. Solo unas horas más. Confía en tu madre, que nunca te abandonará. No te dejaré morir de hambre. Jamás. Cueste lo que cueste.
Virginia alzó la mirada. Al final de la calle estaba el barrio de Whitechapel, que acababan de dejar atrás, plagado de burdeles y salas de juego. Volvería sobre sus pasos, y aquella misma noche daría de cenar a su hijo.
Pintura: Homeless, de Thomas Kennington
Mariaje López ©
Tu escritora personal por Mariaje López se encuentra bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial.
Impactante y cruel retrato dickensiano y decimonónico, reflejando la injusticia de la vida y de las relaciones señoriales con su real crudeza. Enhorabuena Escritora por relatar con delicadas palabras la ficticia situación, pero seguro que repetida realmente, de por si ruda y dura
ResponderEliminarLa época victoriana, con su revolución industrial tuvo grandes luces, y por eso las sombras que proyectó fueron densas y oscuras como la muerte. El relato es ficción, como bien sabe, la realidad que refleja no tiene nada de invención. Y ahora, hablando de esa época, me permito recomendarle una trilogía steampunk con la que lo he pasado muy bien: Trilogía victoriana compuesta por El mapa del tiempo, El mapa del cielo, y el mapa de caos. Los ha escrito Félix J.Palma. Siga bien.
EliminarMuchas gracias por su sugerencia, investigaré la trilogia sugerida.
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