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JUSTICIA EN TRES ACTOS
Acto III (La madre) 1ª parte
No me atrevo a comulgar con un pecado mortal sobre la conciencia. Necesito confesarme, pero en una iglesia donde no me conozcan. He dicho a mi hija que pasaré el día en Madrid, y así será, pero no con una amiga. Iré a Medinaceli: por sus confesionarios pasan multitud de fieles y es raro que los conozcan a todos. Aun así he tomado precauciones camuflando mi pelo rubio con un gorro, y maquillándome en el aseo del tren desvirtuando mis rasgos: de algo ha de servirme mi oficio, además de para embellecer a las estrellas mediáticas. No es estrictamente necesario que me disfrace, pues el secreto de confesión me ampara; pero por si las moscas conviene dejar pistas falsas.
Diré al confesor que he matado a un hombre, simplemente. No precisa más que eso y mi arrepentimiento para absolverme. Si no fuera por prudencia, me gustaría incluso darle más detalles, ya que lo recuerdo todo claramente.
A ese desgraciado le sorprendió tanto verme en su casa, sumisa, después de lo que me había hecho. Increíble que no sospechara algo, el muy cerdo, y eso que iba de listo. Al principio le admiraba por su erudición, esas cosas antes me impresionaban. Ahora sé que la erudición y la sabiduría no son lo mismo necesariamente. ¿De qué le valía su cultura, si no era capaz de usarla para argumentar sin recurrir al menosprecio de sus interlocutores? Una cultura así no merece tal nombre; eso lo he aprendido bien gracias a él.
Afirmaba quererme como a una hija… como a una hija… el muy cabrón. Pero cuando le dije que salía con Andrés, un compañero de plató más joven que yo, le dio un ataque de celos. Me amenazó con separarnos. “Sabes que puedo”, me dijo. Y podía: él era amigo del dueño de la cadena, y además me había recomendado para el puesto de maquilladora. Amenazaron a Andrés con el despido en virtud de no sé qué infundio, y aquello reveló la naturaleza cobarde y miserable de mi presunto novio, quien no reparó en dejármelo todo muy claro: “Mira, yo no quiero líos; si las cosas van a complicarse así, yo te dejo”. “Yo te dejo”, así de simple. No podía creérmelo... y yo que estaba dispuesta a jugármelo todo por él. Las mujeres somos más valientes que los hombres, por lo general, eso es un hecho; y otro hecho constatado es que la ilusión del amor, a veces, nos vuelve tontas y ciegas temporalmente.
El caso es que la otra noche el viejo me recibió. Yo tenía una llave, pero no para entrar, sino para cerrar la puerta al salir. Me quité la pelambre postiza, obligándome a mostrar una sonrisa resignada. En sus ojos opacos se mezclaban emociones dispares, empujándose las unas a las otras, codiciosas. Extrañeza, inquietud, dudas, deseo… Subió impaciente las escaleras, precedido por mí. Si la lujuria no hubiese nublado su razón, aún estaría vivo.
(Continuará)
Mariaje López © Tu escritora personal por Mariaje López se encuentra bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial.
La valentía femenina en cuestiones emocionales esta más que demostrada. También hay muestras de valentía masculina dignas de elogio.
ResponderEliminarEn otros ámbitos el valor y arrojo masculino es insuperable.
Apreciado Salayero: ¿De verdad crees que el valor y el arrojo masculinos son... insuperables? Sin negar esos méritos, repasa la historia. ;-)
EliminarGracias por visitarme. ¿Un café virtual?