Imagen: CNN |
Margarito no mide más de un palmo y tiene roída la punta de la oreja izquierda. Su cuerpo de color vainilla es de goma semidura, gruesa, más en las patas que en el lomo, sobre el que lleva unas alforjas de color púrpura.
La pequeña Ketxu nunca lo tiene muy lejos, es su compañero de juegos desde que ella empezó a corretear a solas por el patio enlosado. Margarito en la mesa, entre las macetas, en el alféizar, bajo las sábanas o sobre la almohada, pocas veces en el baúl, mezclado con el resto de juguetes, casi siempre en manos de la niña, vigilado y vigilante. Otros juguetes se rompían, más pronto que tarde, mientras por Margarito pasaban los años sin dejarle más huella que una pátina satinada en la superficie.
Ketxu iba creciendo, apropiándose de palabras nuevas, adquiriendo habilidades, ensanchando su mundo, en el que el burrito de goma era una presencia constante. Pero un día su amita desapareció, y nunca más la volvió a ver.
Pasaban los meses y Margarito languidecía de tristeza en la oscuridad de un armario cerrado, enfermo de soledad y herido de olvido, preguntándose eternamente dónde estaría ella.
Los años fueron quedando atrás, la Ketxu anciana gustaba de regresar con la memoria que le quedaba a los días de infancia, en los que aparecía siempre aquel burrillo con la oreja mordida. Y se preguntaba que habría sido de él. A veces, cuando se encontraba en el campo con algún burro, si estaba el dueño cerca le preguntaba que si el animal tenía nombre. Solían responderle que no, y entonces ella lo bautizaba con el de Margarito, de manera que hasta una docena de burros en la comarca llevaron ese nombre, que la trasladaba fugazmente hasta la época de su más tierna infancia, la más feliz de su historia. Margarito se había convertido en el símbolo de aquello que pasa por nuestra vida en silencio, dejando a pesar de ello una huella de profunda belleza en el recuerdo.
Un día de visitas, vio entrar a una niña de pocos años en brazos de su madre. En sus manitas pequeñas sostenía un burrito de goma amarillenta gastada, con una oreja raída y las alforjas rojas descoloridas. Era Margarito. ¿Cómo la había encontrado? El pulso se le aceleró un poco y sus manos se juntaron temblorosas agradeciendo el misterio: Margarito había venido a despedirla, ya que esa misma noche, la anciana Ketxu dejaría este mundo. No se sintió sola, su amigo fiel iba con ella, ahora convertido en un burro de carne y hueso.
Mariaje López©Tu escritora personal por Mariaje López se encuentra bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial.
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