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Era la primera vez que salíamos juntos, pero no estábamos solos. En realidad yo era la extraña, pues aquella decena de personas eran todas amigas tuyas. Pero cuando alzaste la copa al inicio de la comida, me miraste únicamente a mí, en un gesto que me sorprendió por su matiz, y que hoy, quince años después, todavía no he olvidado. Lo que leí en tus ojos no sabría explicarlo, pero supe que una puerta hasta entonces solo entornada se abrió para dejarme paso.
Aún no sabía de los azules de mar de acurrucarme en tus brazos, ni de los rojos celestes que latían en tu pecho, ni de los verdes húmedos de campos recién llovidos que eran nuestros labios, midiendo el hueco de su molde preciso.
Todavía al corazón no le crecían plumas, ni la piel se entretejía erizada de júbilo y calimas. Ni los recuerdos, peregrinos locos del continente virgen, adivinaban la ruta de su feliz presagio.
Todavía no te amaba, no. Pero esa mirada firme de amanecidas noches no la olvido, ni la llama crecida que yo anhelaba inmortal.
La terrible constancia de la vida con su martillo de lágrimas la hizo languidecer. Las flores aplastadas bajo el peso repetido de su maza de hierro. Pero con el amor, no pudo. Era una flor robusta que resistió los golpes, aunque perdió su perfume… ay, el perfume. Añoro su frescura intacta de mirada nueva regalada, las calles abiertas solo para nosotros, caminantes abrigados en la noche mutua, y sus mil ojos ígneos espiando nuestros besos.
Late en la corriente su magia verdadera, crecida, esperándote al otro lado del cansancio y los silencios dormidos. Yo la guardo y mantengo su aliento con el mío, incluso en los días amargos la desnudo para contemplar su tierna belleza, que te reclama para recuperar el paso de los días completos.
Mariaje López© Tu escritora personal por Mariaje López se encuentra bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial.
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