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Animal Farm (en España, Rebelión en la granja), es una novela distópica de Eric Blair, más conocido por su seudónimo literario George Orwell. En ella, el lema postrero de la tiranía porcina encabezada por el cerdo Napoleón, reza así: “Cuatro patas bueno; dos patas, mejor”. (Como bípeda aludida, y si no fuera por mi fidelidad a los matices, podría afirmar con cierta dosis de convicción que albergo sobre la cuestión ciertas dudas).
Acercarme a Orwell siempre me trastoca. Comprobar cuán fidedignamente retratan sus fábulas el mundo real me entristece y las similitudes me aterran. Con 1984 me sucede lo mismo. A mi modo de ver, la diferencia entre una y otra es que en 1984 se muestra sobre todo un resultado, mientras que en la anterior se describe la pedagogía del proceso que conduce a la tiranía, presentando el hecho político en toda su amplitud para concretarlo en el desenlace más siniestro. Aunque se estuviera refiriendo a la revolución rusa y al comunismo stalinista, yo encuentro parecidos más acá de las sangrientas dictaduras totalitarias. Los hallo incluso en nuestros modernos estados demócratas. Si bien las connotaciones no son tan ominosas, en el seno de las democracias también se dan, aunque a distinta escala, (y esto lo remarco con énfasis) casi todos los fenómenos descritos en ambas novelas, las más populares de este autor. Con ejemplos de lo que digo pueden llenarse archivos colosales.
Hubo un tiempo en el que creí en la posible bondad de la clase política. Ahora estoy convencida de que, salvo honrosas excepciones, el poder corrompe, o quizá sería más exacto decir que hace aflorar la corrupción. Si algunas veces las cosas resultan bien, parece más producto de la inercia que de la intención política. Se trata más que nada de bruñir el ego. Esto es lo que pervierte la acción social desde los cimientos. Siempre he mantenido que al mundo lo mueve el poder, mucho más que el dinero, aunque ambos vayan de la mano. Se ambiciona el dinero para conquistar poder, y eso más que al revés.
Incluyo en este esquema a todas las instituciones religiosas de cualquier credo y origen. Así pienso a día de hoy, y aquí se nutre mi rebeldía, que por desgracia reconozco dañada por el sistema. Aun así, cuando menos guardo cierta conciencia de ello, y esto es mejor —o eso creo, aunque no podría jurarlo— que la mecanicidad total.
Por fortuna tengo para mí bastante claro que la relación entre las personas está por encima de la política, y esto no es baladí, aunque parezca tan de sentido común, ya que no es sentido así comúnmente. A las pruebas me remito.
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