Produce una sensación extraña escuchar que una parte de tu cuerpo va a ser tirada a la basura, pero eso mismo fue lo que me dijo el cirujano al mostrarme la radiografía de mi antebrazo tras dos visitas al quirófano.
—Cuando vi el estado del hueso comprendí que no había sido fractura, sino estallido del radio. No sabía qué hacer. Lo más fácil hubiera sido tirar toda esa infinidad de pequeños fragmentos. —Señaló con el bolígrafo una zona de la placa y prosiguió—: ¿Ve todos esos trocitos de hueso alineados? Están ensartados a la placa como las cuentas de un collar. Decidí coserlos con hilo de sutura.
No supe qué decir. El doctor me advirtió:
—Hay que tener un cuidado extremo, al menos hasta que suelde.
Tras darme unas recomendaciones precisas, me coloco la ortesis que remplazaría a la escayola durante los próximos cincuenta días… si todo iba bien.
Al abandonar el hospital, una frase, de entre todas las que me había dicho, resonaba en mi cabeza con la cadencia de un estribillo popular: “Solo podía hacer dos cosas con los fragmentos: coserlos o tirarlos”.
Pensé en las personas que han perdido uno o varios miembros. No extraña que su cerebro se niegue a admitir esa perdida y siga enviando y/o recibiendo señales del miembro ausente.
Desechar un segmento del cuerpo propio es una idea sorprendente, ajena a la idea de la integridad del Yo. No reparas en ello si no te pasa, pero llegado el caso deriva en conclusiones peregrinas, unas filosóficas: ¿volverás a ser el mismo?; y otras de lo más peregrino: ¿pitaras en el aeropuerto?, ¿tienes más probabilidades de ser atraído por un imán?
La cosa tiene la pequeña ventaja de que si la báscula incrementa su por lo general desagradable dato, siempre puedes culpar al implante de ferretería.
Mariaje López©Tu escritora personal por Mariaje López se encuentra bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial.
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