Foto: MiPaco |
"La fuente de la puerta de Aguadores estaba iluminada. Desde la esquina del convento de las carmelitas se oían los tamboriles anunciando el performance multitudinario de las 19:00 en la plaza Mayor. El cohete que preludiaba el comienzo del acto sorprendió a Liena en el callejón de Santa María, a espaldas de la capilla del Oidor, desde donde alcanzaba a ver la plaza. Todo quedó en silencio; solo las cigüeñas en lo alto de las espadañas se negaban a callar. Como todos los demás, la joven se quedó inmóvil: la mano izquierda en el bolsillo de la cazadora, la derecha suspendida en el aire, alzada levemente la barbilla, el semblante serio, la mirada estática y perdida entre la muchedumbre. Una perfecta efigie polícroma en el balanceo de un paso.
La plaza de Cervantes es un lugar tranquilo a ciertas horas; con más frecuencia, bullicioso; un punto de encuentro entre parque y ágora. En el centro hay una estatua del autor del Quijote, fundida en bronce y plantada en el corazón de la ciudad hace más de un siglo, y, a su izquierda, cruzando la calle, está el Corral de Zapateros, un teatro tan viejo o más que el Globo de Londres, y que esa noche abría hasta la madrugada. A sus puertas, una larga fila de curiosos esperaba su turno para la visita en gran diversidad de poses tan glaciales como requería el evento. Hasta los niños, bien aleccionados, participaban del juego. Liena se fijó en uno que miraba al cielo subido en los hombros de un hombre joven. “El puñetero ni respira, ¡qué gracioso!”. La propuesta de los organizadores era batir el récord de París: un mes antes, los parisinos congelaron una plaza durante un minuto; así pues los alcalaínos paralizarían toda la ciudad vieja durante dos. Un hombre pululaba entre la gente murmurando algo, desconcertado. El segundo petardo señaló el término de la apuesta, y el mar de estatuas recobró su alma y su estrépito.".
Beatricia (Mariaje López) M.A.R. Editor
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