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Su temblor y su fragilidad... que ahora solo son suyos, y que después serán mi temblor y mi fragilidad. Su cuerpo que apenas se sostiene puesto en pie, vencidas sus resistencias por el afán de un abrazo. Sus pupilas veladas por la erosión amarga de viejas lágrimas, y la sonrisa prófuga retornada a tiempo del armisticio maldito. Maldito sí, porque nunca debió ser preciso. La mirada que cierra la puerta de los días negros, que regresa como el hijo pródigo a la faz de su juventud. Y los recuerdos marchitándose, todos menos uno al que se aferra con el penúltimo hálito de su existencia: el rostro siempre anhelado del hijo que la abraza.
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