Foto: MiPaco |
"Antes que teatro universitario, La Galera fue capilla de la antigua cárcel de mujeres, en la época en que llamaban así a este tipo de establecimientos. Tenía un aforo aproximado para cien personas y una cúpula semicircular que se alzaba sobre el presbiterio. La capilla colindaba con la zona penitenciaria, a la que se podía acceder por un portón metálico acerrojado. El paso estaba restringido debido al estado ruinoso del edificio carcelario y pese a que la sección inmediata a la antigua capilla se mantenía aceptablemente en pie.
Los actores, que impostaban la voz y evolucionaban en el escenario, suscitaban a menudo risas entre el público. A mitad de espectáculo tuvo ganas de ir al baño. No vio a nadie en el vestíbulo y tampoco en los servicios. Al volver se demoró inspeccionando el recinto; era la primera vez que entraba y, sabedora de su antigua función, sentía curiosidad.
Se topó con la puerta de la cárcel, una gruesa plancha de hierro gris con tres cerrojos alineados: uno arriba, otro abajo y, el más grande, cuyo perno medía tres palmos, en el centro. Experimentó una emoción repentina, un fuerte impulso de descorrerlo y mirar. El pestillo estaba engrasado y cedió con suavidad. Con el pulso acelerado espió el pasillo, que seguía desierto, y antes de que la vieran se deslizó en la penumbra entornando el batiente tras de sí.
Al principio veía con dificultad. Se encontró en un pasillo ruinoso con tres pisos de celdas a ambos lados. Por el fondo se filtraba algo de luz: era la salida a un patio, ya sin reja. Puertas macizas sellaban los habitáculos; algunos estaban abiertos y relativamente limpios, y en las paredes todavía era posible leer las palabras que las antiguas reclusas habían escrito. Algunos calabozos tenían ventanuco, pero la mayoría carecía de esa nimia abertura. En el panel izquierdo de cada reducto sobresalía un altillo de obra para acoplar un jergón. En una de las celdas inferiores había uno liviano e informe, y parecía relleno de paja. Consideró por un instante la eventualidad de pasar allí la noche, pero enseguida lo descartó como una idea descabellada; era evidente que semejante antro no invitaba al descanso. Era capaz de recrear con detalle a las desdichadas autoras de las pintadas, y hasta le parecía escuchar sus conversaciones. Un escalofrío le recorrió la espalda al imaginar la vida entre aquellos muros, un día tras otro, mes tras mes… Quizá algunas reclusas, o muchas, habrían muerto allí. Barajó las posibles circunstancias que marcaron su fatal destino. De pronto la atmósfera se enrareció, en las piedras reverberaban susurros atormentados de otros siglos, el aire se volvió pesado, el espacio, agobiante.
Desde el patio de butacas llegaron apagados los aplausos. Era la ovación final. Tenía que volver antes de que algún empleado viera el cerrojo descorrido. Como mínimo le caería un buen rapapolvo. Con todo, eso era mejor que, achacando el incidente a un descuido, el susodicho lo reparase, dejándola encerrada. No le apetecía dar explicaciones, pero mucho menos quedarse atrapada en un lugar tan siniestro; la sola idea ya era perturbadora. Se dispuso a abandonar la galería de inmediato, preguntándose por qué diablos se habría metido allí; no le convenía llamar la atención. En realidad sabía muy bien por qué lo hizo: por lo mismo de siempre, su curiosidad. Era el impulso más determinante en su vida; en la expectativa del descubrimiento su alma vibraba de emoción y el mundo adquiría sentido; la curiosidad la hacía sentirse viva, única; era el estímulo para seguir adelante cuando todo lo demás fallaba.
Tropezó con algo al salir. Enseguida vio que no era algo, sino alguien lo que cortaba el paso. La densa plancha metálica y los aplausos amortiguaron su grito. De la penumbra emergió la silueta de un hombre encapotado. Llevaba un sombrero parecido al que usaban los pilgrims de Nueva Inglaterra. El intruso apoyó el dedo índice en sus labios y Liena palideció.".
No hay comentarios:
Publicar un comentario